“No permitamos que gobiernen los huracanes del odio y la venganza, que soplen cada vez más fuerte, obviando ese cultivo armónico que requerimos en una tierra que ha de ser de encuentro, coexistencia y diversidad”.
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Víctor CORCOBA HERRERO/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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Todo exige entrega y generosidad, tanto para remover corazones de piedra como para poner orden en nuestro itinerario viviente. Las circunstancias del momento, con el aluvión de conflictos, injusticias e inseguridades, igualmente nos llaman a suscitar una cultura de paz, utilizando el abecedario del amor y el pulso de la cognición. Tenemos que evitar cuanto antes, esta atmósfera de crueldades que violan los derechos humanos y nos deshumanizan por completo. Sin duda, en cualquier rincón planetario: ¡Hay que actuar ya! En unos lugares para prestar ayuda humanitaria y en otros para poner los cimientos de la quietud en un orbe convulso. No permitamos que gobiernen los huracanes del odio y la venganza, que soplen cada vez más fuerte, obviando ese cultivo armónico que requerimos en una tierra que ha de ser de encuentro, coexistencia y diversidad. Es cierto que los tiempos son especialmente propicios para la proclamación de otros estilos de vida; y, en este sentido, denunciamos enérgicamente el comercio de personas como también rechazamos completamente la imposición de fronteras e ideologías mediante el terror.
Desde luego, la manifestación de la caída y la conciencia de la propia miseria no confluyen en el espanto o en la pesadilla de la reflexión, sino en la esperanza de la purga, de la liberación y de los renovados tiempos. En efecto, cada instante tiene su punto de regeneración y aliento para seguir adelante, que es en realidad lo que nos hace seres humanos en permanente acción y reacción, pues hemos de poner fin a las guerras. No tiene sentido buscar la confrontación, hay que movilizarse hacia otros horizontes más solidarios, de modo que cada pueblo entienda y atienda sus propias problemáticas y busque estrategias pacificadoras para afrontarlas globalmente. Claro está, cada cual debe trazar su respetuoso rastro por aquí abajo, con el rostro de una mirada tranquilizadora, que sirva de confluencia y de conexión entre análogos. Si queremos un mundo más fraterno, como tantas veces vociferamos, debemos educar a las nuevas generaciones más allá de la cercanía física, condenando cualquier forma de fanatismo y defendiendo el derecho de cada uno a elegir y a proceder según su conforme discernimiento.
Desconocer o menospreciar el sentido natural de las cosas ha originado actos de barbarie vejatorios, lo que nos demanda a interrogarnos más para poder sentirnos mejor, poniéndonos siempre al servicio de la verdad desde la bondad. Entrar en diálogo consigo mismo y con los demás, indudablemente nos fomenta la previsión de lo que ocurre a nivel global, abriéndonos los horizontes de la mente, y eso también nos sirve para tomar decisiones en base al futuro, que debe tender a fraternizarnos. Todo lo contrario, a lo que está sucediendo con el rearme en vez del desarme, porque la quietud no se cimenta con ningún poder, y menos en el de las armas, sino tendiendo la mano, extendiendo el abrazo y abriendo el corazón. La propagación, por consiguiente, nos incumbe a todos y debe fomentar la cultura de la concordia con afecto y efecto conciliador y desprendido. Nadie puede caminar por sí mismo, aisladamente nada puede hacer nadie, se precisa de una agrupación que nos sostenga y sustente, que nos auxilie y en la que nos socorramos entre sí para mirar hacia adelante.
Será saludable, por tanto, activar comportamientos y actitudes enfocadas a la consideración y al respeto por la vida, por las personas y sus derechos, por la aceptación de las diferencias, con la voz elocuente y clara de la razón. Cada jornada nos recuerda la necesidad de un rescate, suscitando en nuestro interior las energías necesarias para conseguirlo. Por eso, la educación es algo admirable, porque ya no sólo nos va a templar el alma ante las dificultades surgidas, también nos va a situar en el camino del cultivo, a fin de obtener lo mejor de uno mismo. ¿Qué otro libro se puede estudiar mejor que el de la voluntad humanitaria? Ha llegado la hora en que se impone la tarea de deshojarlo, de adentrarnos entre sus páginas, de hacer recogimiento, de pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común, lo que requiere como jamás el avance, pero injertado de una apremiante sabiduría moral. Sin un proyecto para todos, previo constituirnos en un “nosotros”, difícilmente vamos a hallar un justo equilibrio entre el deber de tutelarnos y el cometido de recomenzar siempre, poniéndonos al servicio del altruismo.
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