Por: Rafael Serrano
“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”
– Ludwig Wittgenstein
Hace unos ayeres el gran director japonés Akira Kurosawa decía a través de una de sus películas: “Estoy perdido” (RAN) ; y agregaríamos, en la ciénaga de las narrativas, uno se ahoga en las perplejidades bañadas por el horror de los hechos y como dicen el monje, el peregrino y el leñador de Rashömon: “después de haberlo visto, no creo que pueda confiar en nadie más…no entiendo absolutamente nada…”. Cuando las narrativas pintan gris sobre gris apelamos a la sentencia de Hegel: una forma de la vida ya ha envejecido “…y (los hechos pintados) con gris sobre gris no puede (n) ser rejuvenecidos (enmendados) sino sólo conocidos”. Es decir, se requiere construir una verdad o determinar una verdad no solamente creíble sino justa, humana y sanadora. Requiere de una habla fraterna-piadosa desde el nos-otros que apacigüe sin olvidar el agravio y permita, tal vez, cerrar las heridas larvadas; que llevan años y cargan, como una loza pesada, una historia de represión e infamia.
¿Cómo salir del laberinto narrativo sobre las verdades o más bien de las pos-verdades sobre lo qué pasó en Iguala, en la cruenta noche del 26 de septiembre de 2014? Nueve años después de la matanza y de la tragedia de Ayotzinapa aplican las lecciones de Rashōmon o sus efectos. Después de tanto tiempo, se exige reflexionar, “post-festum”, de lo que sucedió en el bosque de la vida y combatir los múltiples velos opacos de sus narrativas que con el tiempo y las mentiras se han vuelto oscuros y densos; conformando una Kaaba donde miles de peregrinos indgnados dan vueltas ante el horror convertido en misterio, buscando la verdad y saber donde quedaron, si quedaron, los cuerpos de sus hijos masacrados.
Se requiere algo más que solamente indignación, condenas y frases que condensan los reclamos ante la atrocidad y algo más que informes sobre la verdad, libros, reportajes, ensayos, artículos y voces sinceras, desgarradoras; o trascendidos en voz de gargantas profundas llamados testimonios “verificables” pero protegidos por la secrecía mediática. Se requiere a Shakespeare y su desolado pincel para mostrarnos la tragedia en la que se hundió México y del laberinto sin salida en el que nos encontramos. Al parecer solo contamos con narrativas que presumen ser verdaderas, justas y rara vez comprensivas. El Hamlet que llevamos dentro nos propone dejarnos llevar por la tragedia global de la historia; donde no hay salidas fáciles, ni redenciones ni cápsulas tranquilizadoras. Nos propone un enfoque amoral sin los palios narrativos que lo mismo justifican, moralizan que llevan agua revuelta al molino de la vida social y política: a veces como agua de mayo; otras, como agua fétida sacada de los floreros del cementerio.
La mirada de Kurosawa puede ser la terapia que necesitamos para vernos en nuestra “condición humana”. La vida como tal es amoral y la política, como lo descubrió Maquiavelo, es perversa en su amoralidad: la conservación del poder justifica todo, incluso sus crímenes (Enzensberger). Requerimos de una meditación sobre la verdad y la naturaleza humana ante la fuerza destructiva del poder, de sus engaños y sus autoengaños y abrir la posibilidad de acogernos a la bondad humana como la única vía para sanar. Debemos apuntar como lo hace Kurosawa a la esperanza, a la confianza y buscar la verdad moral y “el arrepentimiento moral” a través de “acciones bondadosas”.
Qué es el efecto Rashömon
“Debemos al antropólogo norteamericano Karl G. Heider la popularización
del denominado “efecto Rashomon” o lo que es lo mismo, el hecho de cómo
la subjetividad deja una huella notable en lo que es la percepción y la memoria
del observador, principalmente detectable cuando distintos sujetos
han de dar descripciones de un mismo suceso, resultando intangibles e inabarcables
en sus conclusiones.”
“LA OBJETIVIDAD EN RASHOMON: UN HECHO, INFINITAS MIRADAS”. FRANCISCO GARCÍA LOZANO
Estamos ante un Rashömon donde todos los actores, incluidos los 43 asesinados, son parte del relato y también relatores. Veamos quienes son y desde que voz hablan: las víctimas, los padres de las víctimas, sus familias, amigos; los cooperantes de los padres de las víctimas (abogados, pregoneros, defensores de los derechos humanos, pueblo afín y un largo etcétera), los estudiantes de la Normal Isidro Burgos, los pueblos humillados reprimidos de Guerrero y las sombras de los maestros insurrectos Genaro Vázquez y Lucio Cabañas del Partido de los Pobres. Son los que hablan plural y diversamente bajo la narrativa del agravio y la indignación. Los que pregonan que “fue el Estado y el ejército” quien “desapareció” a los jóvenes (eufemismo legal para decir que están muertos pero no encontrados). Los que hilan un relato basado en hechos pero tejido, en algunos casos, desde un genuino dolor y en otros, desde la administración perversa del dolor.
Baste con oír o leer las declaraciones de los padres para darse cuenta del tamaño del agravio y también del laberinto narrativo en el que nos encontramos: un amasijo de relatos incompatibles o sesgados. Ante este “melting pot” uno tiene que acompañar el dolor de los padres y despreciar la mentira de los que ocultan o borran los hechos. La voluntad de conocer lo que verdaderamente sucedió debe ser el valladar contra la mentira y el encubrimiento. Queda apoyar la subjetividad pura de las víctimas que claman justicia a sabiendas que también nubla la comprensión.
Los padres de Ayotzinapa saben que sus hijos murieron cruentamente y que sus restos los desaparecieron o los esparcieron/disolvieron en el espacio y en un tiempo indefinido. Y lo que ven ahora lo sienten como la continuidad de una historia; de un Estado represor que los ha hundido en la pobreza. Como familia y pueblo reprimido pesa la historia que gravita en sus “vivos se los llevaron vivimos los queremos” y que nace de la sistemática represión que los gobiernos posrevolucionarios realizaron en la montañas de Guerrero y en la tierra caliente para aplastar una “subversión” que alimentó el abandono y la desigualdad social de gobiernos omisos y autoritarios.
Una guerra sucia que mató y persiguió a pueblos, torturó a sus líderes, violó a sus mujeres y desapareció a tal vez miles de personas. Las instituciones de seguridad y sus nomenclaturas los infiltraron, introdujeron y organizaron la delincuencia, los convirtieron en clientela de los grupos que traficaron con su economía, con sus vidas y así, hasta la fecha. Saben que lo que sucedido fue una operación de Estado y fijan su mirada en el ejército más que en los grupos criminales y los gobiernos corruptos que siguen ahí. Y tienen razón, pero esta mirada está llena de un resentimiento justo: los militares fueron, en la década de los setenta del siglo pasado, como el pie de Atila en las montañas de Guerrero y de otros lugares donde se sublevó el pueblo. Fueron el instrumento represor y supresor legitimado por lo que llaman monopolio de la violencia; pero cabe decir, no el único instrumento de la violencia institucional. Las enormes desigualdades, la lucha de clases feroz entre pobres y desposeídos contra los cacicazgos y la oligarquía del priato crearon muchos mecanismos y redes corporativas para controlar el descontento y la antipatía.
“El hombre nace llorando. Cuando ha llorado lo suficiente, muere”
El descontento se reprimía brutalmente y los agravios se cobraban con saña. Recuerdo en este momento que una vez que murió acribillado Lucio Cabañas fueron contra su familia y contra todos los pueblos que creían en la lucha social, los torturaron, los degradaron y los desquiciaron mentalmente. El “Tigre de Huitzuco”, gobernador y dueño del Estado, Rubén
Figueroa Figueroa habiendo sido secuestrado por el Partido de los Pobres se vengó violando y embarazando a la esposa de Cabañas. Como señor de horca y cuchillo, este Pedro Páramo sureño reflejaba lo que ha sido la oligarquía provinciana en una región pobre, miserable de México. Por eso cuando hablan de que vivimos una polarización es una verbalización esquizoide. Siempre hemos estado polarizados y agraviados. Decir a los padres que se “concilien” y “vivan en armonía” es un agravio más. En el imaginario colectivo de los campesinos de Guerrero lo que hay es una pesada alforja de abusos, de agravios y de muerte. La afrenta de Ayotzinapa redunda en la matanza de Aguas Blancas y en otras masacres algunas olvidadas y nunca visibilizadas.
Algunas masacres en la guerra sucia en Guerrero 1960-1995
1960: Masacre de Chilpancingo con 18 muertos
1962: Masacre de Cívicos con 7 muertos en Iguala
1967: Masacre de Atoyac entre 5 y 11 muertos en Atoyac de Álvarez
1967: Masacre de copreros entre 35 y 80 muertos en Acapulco
1995: Masacre de Aguas Blancas con 17 muertos en Coyuca de Benítez
Claudia Rangel y Evangelina Sánchez. «La masacre genocida de campesinos en
Aguas Blancas, Guerrero, México, 1995…» en Historia y problemas
del siglo XX | Año 12, Volumen 14, enero-julio de 2021, issn: 1688-9746.
Lo manifiesta Claudia Rangel con esta dolorosa queja en su texto sobre la masacre de Aguas Bancas: “… Ayer fue Rocío, antes de ayer fue Miguel Ángel, su hermano, asesinado, antes de anteayer su tío Alberto, desaparecido: Cadena de agravios que se acumulan en la memoria popular, nuestra memoria toda congestionada de recuerdos, de corazones rotos, de silencios avasallados, pero también de digna furia estallando a nuestro alrededor…”
Nihilismo angustiado recorre Iguala
Para los padres de Ayotzinapa está “claro“ que fue el ejército el que entregó a los muchachos y no los defendió; incluso, piensan algunos, que los cremó. No podrán entender que el ejército puede cambiar su rostro represivo y atenuarlo. No les creen, no le tienen confianza ni los respetan. Aunque entreguen “toda” la información los agravios son mayores, pesan más. Por eso la frase lapidaria e injusta “fue el ejército de AMLO” es la síntesis de un discurso que se recicla y se reciclará para siempre. Y será en lo sucesivo el ejército el responsable sea del partido que sea y del gobierno que sea. Es una meta-verdad consolidada. Está grabada en sus corazones y hay certeza en esta pos-verdad: en el campo militar detenían primero, torturaban y mataban después; a los sobrevivientes con suerte, los hacían visibles, demacrados y casi moribundos aparecían como delincuentes/subversivos en la televisión, pasaban a las manos de la no menos cruel Procuraduría de Justicia y de un grupo de psicópatas de la Dirección Federal de Seguridad.
Por eso protestan los padres en las puertas de lo que fue y esperamos que ya no, una cárcel clandestina. Llevan en el alma los cientos de muertos y sufrimientos de sus pueblos. La verdad también entraña el sentimiento y una “furia digna” pero que no tiene la frialdad del cinismo o de la razón pura, es finalmente una versión de las víctimas. En su “nueva” narrativa, lo padres y sus mediadores profesionales hablan de que a pesar de la oferta justiciera del gobierno de la 4T, éste no ha cumplido porque en 5 años no ha podido encontrar a los “desaparecidos” ni castigado a la cúpula del gobierno neoliberal de Peña y ha protegido a la bestia negra que oculta información; ellos insisten en que “fue el ejército… de AMLO”. En lo hechos no sólo el ejército sino todo un entramado institucional que ha podrido, ocultado, desaparecido, sesgado, infiltrado a los normalistas, poniendo fiscales y organizaciones civiles “autónomos” manipulado evidencias y apostando, unos, por el olvido jodido de Peña Nieto: “supérenlo”. Y otros haciendo proliferar versiones, testimonios que en lugar de aclarar disuelven el pasado y lo reinventan desde el presente.
Con una verdad hechizada y muchos abrevando en ese dolor, tratando de prolongar la infamia y señalando que ahora se construye otra “verdad”; como una forma de validar la necesidad de representar hasta el infinito a unos padres desesperanzados. Aquí caben tanto los milenaristas, los anti-sistema, los del color de la tierra, los indignados, los periodistas ingenuos y los mala leche; y también los luchadores sociales verdaderos que representan las voces de los pueblos sometidos, confrontados con la nuevas caras de la oligarquía (el caciquismo de siempre y los grupos criminales que trasiegan con todo).
El oscuro corazón de la humanidad
Ya opacados por el tiempo, la mentira y el olvido, Ayotzinapa vive el efecto Rashömon: la subjetividad y su huella mnémica vuelve intangible e inabarcable cualquier conclusión. Los filósofos se preguntan ¿cuál de todos los testimonios es el “superior” apegado a una verdad objetiva? Y ¿cómo reestablecemos en la discusión pública las condiciones de verdad y legitimidad? Puede servir la técnica narrativa de reconstruir las escenas del pasado desde los protagonistas, todos: víctimas y victimarios, cínicos y avergonzados; buenos y malos, perversos y bondadosos y unir lo que separa (yuxtaponer) para no sólo comprender desde de lo humano, muy humano, la tragedia y aprender a vivir con ella y sus discrepancias. Lo tendremos que hacer desde los lugares de la conversación pública. No hay otra forma para determinar lo que es la verdad e identificar a quienes mienten y por qué lo hacen.
La verdad es lo que está patente; requiere ser revelado y solo un narración omnisciente lo podría lograr: ligando la verdad con lo real. La verdad que se opone o se antepone a lo imaginario/ilusorio, exige un nuevo relato o un meta-relato que genere confianza a todos, que tenga crédito (veritas). Difícil conseguirlo. Se socava la verdad cuando surgen, como hongos, testimonios plurales diversos, opuestos y manipulados que quebrantan la fidelidad. ¿Por qué es más fuerte la mentira que la verdad?; ¿qué motiva a manipular los hechos quebrantando el principio de fidelidad?; ¿todos mentimos?; ¿NADIE quiere la verdad? Nos dice el filósofo: es necesario “apelar a la verdad de los actos”. La debilidad humana hace mentir y se miente incluso a uno mismo. En Rashömon, el monje que observa las versiones sobre los asesinatos nos advierte: “si los hombres no dicen la verdad y no confían el uno en el otro, entonces la tierra se ha convertido en una especie de infierno”.
Post scriptum
Un ejemplo para mirar Ayotzinapa
“¿cómo juzgar un hecho cuando las historias/narraciones sobre lo sucedido están llenas de ambigüedades?”
«En un templo en ruinas llamado Rashömon tres personajes se cobijan de una
tormenta:un monje, un leñador y un peregrino comentan los acontecimientos surgidos tras
la violación de una mujer y el asesinato de un hombre en un bosque, a estos tres
testimonios hay que añadir el espíritu del samurái asesinado.
Todos los testimonios coinciden en dos hechos básicos: la mujer del samurái no
despreció al violador después de su acto, y el samurái murió atravesado por una
espada o puñal. Además, los tres implicados se atribuyen la autoría de la muerte
(incluido el propio muerto), pero lo relatan de forma que la culpa no recae del
todo sobre ellos. Lo único cierto es que ninguna versión coincide, y no se sabe
cuál es en realidad la verdad. Sin embargo, los hechos tienen que ser únicos y
los mismos, pero los relatos aun partiendo de esa misma realidad resultan
incompatibles e incongruentes. Ante esta cuestión, ¿cómo superar el nivel de
las subjetividades, de unos relatos incompatibles, y recuperar unas mínimas
bases para restablecer, si es posible, las condiciones de verdad y legitimidad
de una verdad objetiva?.
«Francisco García Lozano. «La objetividad en Rashömon: un hecho,
infinitas miradas»: https://www.elespectadorimaginario.com/la-objetividad-
en-rashomon/
Una perspectiva antropológica en esta clave es la ofrecida por Gonçal Mayos en su
artículo, «El efecto Rashomon. Análisis filosófico para el centenario de Akira
Kurosawa»: http://www.ub.edu/histofilosofia/gmayos/PDF/EfectoRashomon.pdf
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