Por Carmen Lila Romero
*Hay que correr riesgos, cruzar ríos, selvas y montañas.
*Algunos buscan aprovecharse de los desprotegidos.
*Calvario para aquellos que huyen de sus países.
*Llegar a la capital mexicana es el resultado de semanas.
*Hay que sufrir al caminar, caminar y seguir caminando.
“Los zapatos tienen que aguantar, o hay que hacerlos aguantar”, explica Pancho César, un venezolano maduro en años que lleva un mes en su viaje, quien con las manos ásperas, muestra el calzado que pudo conseguir unas horas antes de salir de su país para buscar el “sueño americano”.
El rostro de Pancho César denota una seriedad enmarcada por ojeras, y cruzado de brazos, cuenta que esos fueron los zapatos que usó para cruzar los ríos de la selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá.
“Eso es una locura, dos días caminando por un río al que no le encuentras fin”, dice. “Si alguien me pregunta si puede venir, le digo: ‘no, ni se te ocurra. Es una locura”, agrega. Su plan original era juntar dinero para reunirse con su familia. Pero ese plan cambió.
“Yo estaba pensando cómo hacer para que mi familia viniera, pero ni loco. Es muy fuerte, no quiero. Me ha afectado mucho, porque me hace mucha falta mi familia. Yo nunca me separé de mi familia”, explica después de contar que dejó atrás a un bebé de nueve meses.
Con voz baja, pero sin detenerse en su relato, Pancho César señala que una vez que salió de Venezuela llegó a Necoclí, al norte de Colombia. “Ahí agarras una lancha hasta la selva, que es donde empieza la locura”.
“Subimos como cuatro montañas empinadas que, si te resbalas te caes al precipicio. Para abajo. Puras cosas peligrosas, que si no tienes unos zapatos correctos para caminar (se te puede) doblar un tobillo y ahí quedas. Nadie te va a cargar”, sostiene.
También hay que enfrentarse a la gente que abusa de los migrantes. “En cada país te engañan para sacarte plata. ¡No! Si tuviéramos la plata no vendríamos para acá”, reclama. “Ahí queda el sacrificio que haces. Tienes que pedir prestado, vender cualquier cosa. Si tienes un carrito, si tienes algo, una casa, debes venderla para poder venir”, señaló.
Ya en México se dio cuenta que el respiro que tanto esperaba, y en el que tanto creía, no iba a llegar. “No hay un país que no nos haya engañado. Incluso, cuando ya pensamos que todo había pasado, llegando a México nos robaron lo poco que nos quedaba”, dice con resignación.
El viaje, además, lo está haciendo acompañado de dos menores. “Yo me vine con una familia de dos niños, un papá y una mamá. Son familia mía, es mi cuñado. Ellos sí trajeron a sus niños porque no tienen dónde dejarlos”, comenta.
Esta también es la historia de Ida, madre venezolana de 34 años que viaja con su familia, lo que incluye a tres menores: una joven adolescente, y dos niños, uno de diez y otro de cuatro. “El viaje con ellos ha sido horrible”, lo dice con un tono de desesperación.
“Por ejemplo, el más pequeño se marea, quiere dormir y esto es muy incómodo”, cuenta la mamá, además del cansancio de caminar, en que los migrantes que llegan a la capital del país se tienen que enfrentar a la falta de recursos, cosa que, en ocasiones, los obliga a buscar refugio en los lugares menos pensados, como la Central Camionera del Norte: ”Migrar por México es un infierno”.
Al lado de una de las entradas de la terminal de autobuses hay una familia de diez migrantes de Ecuador. Roberto, dijo que esa era su única opción. Solo comen una vez al día, y tienen que ahorrar para comprar los pasajes.
Deben pagar a las personas que los guían en el camino, así como a los policías. Roberto viaja con sus primos, tíos y un hermano que buscan llegar a Estados Unidos. Él en particular tiene solo una meta en mente: “Ser marino”.
Andar el camino no les garantiza nada. Nadie les puede decir si llegarán o no a su destino, mucho menos si van a encontrar trabajo; pero para Pancho César, Ida o Roberto, como para tantos otros migrantes que cruzan México, eso no importa. Han llegado demasiado lejos como para rendirse.