Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
James Arthur Baldwin nació en el barrio negro neoyorquino de Harlem en 1924, en plena depresión. Hijo de un predicador fanático y autoritario y de una mujer cuya principal actividad fue echar hijos al mundo, se convirtió en la voz literaria de los negros estadounidenses principalmente durante las luchas civiles de la década de los sesenta.
Su amor por los libros era tan grande como el odio a su padre. En Apuntes de un hijo de la tierra, uno de sus más conocidos ensayos, nos presenta una brutal introducción a su vida:
“El 29 de julio de 1943 mi padre murió. El mismo día, unas horas después, nació el último de sus hijos.
“Durante el mes anterior, mientras esperábamos el desenlace de estos acontecimientos, había tenido lugar en Detroit una de las más sangrientas revueltas raciales del siglo. Unas cuantas horas después de la ceremonia fúnebre de mi padre, cuando su cuerpo aguardaba en la capilla, un motín racial se desató en Harlem […]
“El día del funeral de mi padre cumplí 19 años. Lo llevamos al cementerio entre gritos de injusticia, anarquía, descontento y odio. Me parecía que Dios mismo había orquestado, para conmemorar el fin de la vida de mi padre, la más brutal y ensordecedora tremolina. Y me parecía también que la violencia que nos rodeaba mientras mi padre se iba de este mundo había sido concebida como un correctivo para la arrogancia de su hijo mayor […]
“Había decidido rebelarme en su contra por las condiciones de su vida y por las condiciones de nuestra vida, pero cuando llegó su fin comencé a interrogarme sobre esa vida y también, de una manera no antes conocida, tuve recelos acerca de la mía”.
Resulta por lo menos asombroso, después de esta descarnada confesión, saber que Baldwin siguió los pasos del muerto y que adolescente aún fue consagrado como ministro y predicador en la iglesia Fireside de Harlem, barrio que habría de convertirse en el centro literario e intelectual de la comunidad negra yanqui y escenario de violentas manifestaciones durante el movimiento pro-derechos civiles del siglo pasado.
Quizá una explicación sea que aquel era en realidad su padrastro, pues James fue hijo ilegítimo. Otra, que las misteriosas tensiones en la relación padre-hijo se manifiestan en conductas de complejidad insondable. Sea como fuere, en el púlpito, Baldwin se tropezó con la que sería su verdadera vocación, la literatura, aunque ese encuentro no sería evidente de inmediato y pasaría a formar parte del arcano bagaje con el que se ensambla el espíritu de los seres humanos.
En uno de sus numerosos ensayos, casi todos salpicados con pasajes de su biografía, asentó que sus tres años en el púlpito lo convirtieron en escritor porque vivió expuesto a la gran desesperación y simultánea gran belleza de la grey a su cargo.
Creo que a Baldwin le sucedió lo que al novelista indio R. K. Narayan, quien se apartaba de su ventana pues desde ella eran visibles millones de historias que no podía llevar a sus libros. Y viéndolo bien, ¿no es lo que pasa a los periodistas, escritores y otros creadores que andan por la vida con los ojos abiertos? En rigor, no hay que ir muy lejos para obtener material.
Baldwin dejó los hábitos y transitó por una serie de empleos manuales antes de establecerse en el barrio bohemio neoyorquino de Greenwich Village y comenzar su vida de escritor. Ahí sobrevivió publicando reseñas de libros en el New York Times e hizo amistad con el autor Richard Wright, quien lo ayudó a conseguir una beca en 1948 para viajar a Francia y a Suiza.
Una vez más vemos cómo, de manera que me resisto a creer sea accidental, una carrera literaria se entrelaza con el periodismo. Durante su estancia en el Village (crisol de espíritus de todas las nacionalidades y razas) Baldwin, no siendo precisamente un reportero, sí fue un periodista especializado que se ganaba la vida escribiendo para los diarios reseñas de los libros que devoraba día y noche.
En 1953 publicó su primera novela, Ve y dilo en la montaña, obra en la que resalta el fuerte acento adquirido en sus años de predicador y que de acuerdo a los críticos, le consagró como el más sobresaliente comentarista negro de la condición de los de su raza en Estados Unidos.
La siguiente, El cuarto de Giovanni (1956), es una historia de amor homosexual; Apuntes de un hijo de la tierra (1955) y Nadie sabe mi nombre (1961) son libros de ensayos y memorias de su juventud.
Baldwin es autor además de Otro país (1962), La próxima vez el fuego (1963), Blues para míster Charlie (1964), Dime cuánto hace que se fue el tren (1968), Sin nombre en la calle (1972) y los ensayos agrupados en El costo de la entrada (1985), entre otros títulos.
El abordaje de temas a partir de su preferencia homosexual hizo a Baldwin blanco de acerbas críticas desde los mismos círculos que se beneficiaron con su aporte intelectual y militancia por los derechos de la minoría de color. Eldrige Cleaver, uno de más notorios “Panteras Negras”, lo acusó de exhibir en su obra un “doloroso y total odio hacia los negros”.
“Supongo”, diría a su vez el autor, “que todo escritor siente que el mundo en el que nació es una conspiración contra el cultivo de su talento”.
Baldwin nació en agosto de 1924. Y en otro agosto, pero de 1963, tuvo lugar aquella jornada histórica en que millones de yanquis escucharon en Washington a Martin Luther King pronunciar la oración que bajo el título “Tengo un sueño”, habría de convertirse en el programa de la lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos y el resto del mundo.
Dos existencias destinadas a cruzarse. Mi lado racional puede descartarlo, pero el mágico me dice que en lo humano no hay nada accidental, y como Edmundo Valadés, sostengo que hay vidas y obras que están destinadas a complementarse.
Sea como fuere, hay entre Baldwin y King coincidencias por lo menos notables, cuando no estremecedoras. Negros, hijos de predicadores y ellos mismos ministros de culto, hombres de gran potencia intelectual, inconformes, creativos y atormentados por la obsesión de un cambio posible y de una vida mejor.
“Tengo el sueño”, exclamó King ante miles de ciudadanos reunidos en Washington el 22 de agosto de 1963, “de que mis cuatro pequeños hijos un día habitarán un país en el que no se les juzgue por el color de su piel, sino por la entereza de su carácter”.
Baldwin, por su parte, escribiría en un recuerdo sobre su niñez en Harlem: “Sabía que era negro, desde luego, pero también sabía que era inteligente. Ignoraba cómo utilizaría mi inteligencia, incluso si pudiera aplicarla, pero eso era lo único que poseía”.
Baldwin estuvo entre los oyentes de King aquella jornada, pues desde principios de los sesenta había regresado de su autoexilio para incorporarse a la lucha al lado de Martin Luther.
Otra faceta de este creador: su compromiso con la democracia y contra la opresión. Producto de muchas minorías (negro, pobre, homosexual, periodista y escritor) en un momento de su exilio decidió que además de su participación intelectual debía ensuciarse las manos como militante. Así, retornó a Estados Unidos y viajó extensamente por las regiones de mayor discriminación racial. Producto de ese tiempo fueron los libros Apuntes de un hijo de la tierra y La próxima vez el fuego.
Aparentemente esa época de su vida también fue amarga y llegó a la conclusión de que las cosas cambiarían sólo por la vía de la violencia. Después del asesinato de sus amigos Martin Luther King y Malcolm X, regresó al extranjero en donde no sólo pudo cultivar una mejor perspectiva de su existencia, sino que encontró una solitaria libertad para su oficio de escritor. “Una vez inmerso en otra civilización”, escribió, “te obligas a examinar la propia.”
En la nación vecina aún hoy se viven las consecuencias de la integración forzosa de razas vía el tráfico de esclavos. Desde mediados del siglo XV y hasta 1870, entre 11 y 13 millones de africanos fueron exportados hacia América y alrededor de 10 millones fueron esclavizados en los países de destino (ya que entre el 15% y el 20% murió durante las travesías), principalmente en el que hoy conocemos como Estados Unidos, pues en la Nueva España hubo, por decirlo de una manera brutal, materia prima vernácula (Bartolomé de las Casas denunció la existencia de unos tres millones de esclavos indígenas).
James Baldwin fue producto de ese encuentro forzado y doloroso, como lo fue King, como lo fueron y son millones de negros estadounidenses. Vivió además el peso de su pertenencia simultánea a un abanico de minorías en un contexto social, recordemos, que en comparación con el tiempo actual era brutalmente asfixiante… aniquilante.
Al terminar de redactar estas líneas, por una extraña asociación de ideas recuerdo la novela de Harper Lee, Para matar un ruiseñor, y me pregunto si, guardadas las distancias y circunstancias, James Baldwin podría ser considerado el Atticus Finch de los derechos civiles negros…
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