Miguel Ángel Sánchez de Armas
En un mundo en donde a los héroes se les mira con dejo burlón y a los diferentes se quiere reprimir más que imitar, la biografía de John Reed puede resultar tan abrumadora como un largometraje pasado a alta velocidad.
John Silas Reed murió 72 horas antes de cumplir 33 años, al otro lado del mundo, honrado por las banderas de una nación que no era la suya.
Fue testigo presencial y documentó episodios en las dos primeras revoluciones del siglo XX. Su trabajo reporteril trascendió lo informativo y explicó a los lectores los significados más profundos de esos eventos: Kipling confesó que los artículos de Reed lo hicieron “ver” a México.
A una edad en la que la mayoría de los hombres apenas comienza a pulsar el posible rumbo de su vida, John, o Jack, como también se le conocía, ya era una leyenda. Y cuando su agitada existencia expiró en un hospital moscovita y la noticia recorrió el mundo, en su patria hubo tantas muestras de alivio como de dolor.
No sabemos en qué clase de hombre se hubiera convertido de haber vivido otros veinte o treinta años. Tal vez Jack, aclamado como el mejor periodista de su tiempo a los 26 años y un consumado escritor y activista político a los 32, también logró la hazaña de morir a tiempo.
Vayamos al Moscú de la Revolución soviética. Es la tarde del sábado 23 de octubre de 1920, fría y lluviosa de otoño. Una neblina aperlada se levanta de las aguas del Volga y acaricia los muros del Kremlin.
En la gran Plaza Roja las banderas ondean en la bruma cuando una nutrida procesión arriba procedente del Templo del Trabajo a los acordes de una marcha fúnebre acompasada por el retumbar de botas sobre las losas. Testigos mudos son la muralla, las 19 torres de la fortaleza y las catedrales de la Asunción, del Arcángel y de la Anunciación.
John Reed, el insurgente yanqui que burló todos los obstáculos para colocarse en la primera fila de la Revolución al lado de Lenin, de Stalin, de Kérensky, de Trotski, de Plejánov, había muerto de tifoidea unos días antes y la procesión llevaba sus restos al corazón de los pueblos soviéticos, con los honores debidos a un héroe del proletariado.
Cuando el féretro fue colocado en los muros del Kremlin bajo una manta roja en la que en grandes caracteres dorados se proclamaba “Los dirigentes mueren, pero las causas permanecen”, las banderas fueron colocadas a media asta y el aire retumbó con descargas de fusil que se diluyeron en un apesadumbrado silencio.
Junto al féretro, Louise Briant, compatriota y compañera de Jack, observó los momentos finales de la ceremonia con un brillo intenso en sus ojos gris verdes. Había llegado a Moscú a tiempo de que el revolucionario muriera en sus brazos y permaneció al lado del sarcófago los días de ceremonias oficiales en honor de su compañero.
¿Qué pensamientos pasarían por la mente de Louise Briant esa tarde fría y lluviosa? Tal vez el recuerdo de las noches en la cabaña de Croton en la ribera del Hudson, o imágenes del hombrón torpe, lleno de energía e ingenio, arengando a una multitud de trabajadores mientras con el dorso de una mano se apartaba del rostro el pelo rebelde, o enfrascado en interminables discusiones alcohólicas en un figón de Greenwich Village.
Louise Briant pudo haber sentido que el enfant terrible, poeta, periodista, escritor y activista social, a fin de cuentas había encontrado la victoria. “Los verdaderos revolucionarios”, había escrito, “son aquellos que llegan al límite”.
Jack nació el 22 de octubre de 1887 en el seno de una familia acomodada y conservadora de Portland, Oregón, y fue bautizado en la iglesia Episcopal. Vivió la vida protegida de un niño enfermizo en la casa de los abuelos maternos “…una mansión señorial con un enorme parque en donde había una terraza rodeada en tres lados por higueras con luces de gas ocultas entre los arbustos. En el verano se colocaba un toldo y la gente bailaba a la luz que parecía salir de entre el follaje”, recordaba Reed en su ensayo autobiográfico Casi treinta años.
En 1887 Portland era una bulliciosa comunidad puritana en donde se exaltaba el trabajo, la religión, la decencia y la moderación. Un cronista de la época definió a los padres de la ciudad como “prudentes y valiosos, con una moralidad, convicción religiosa y fortaleza de carácter no igualados por ninguna otra clase social en Estados Unidos”.
La madre de Reed se veía a sí misma como una “rebelde” y fue de las primeras mujeres que fumaron en público, pero despreciaba a las clases trabajadoras, a los extranjeros y a los radicales. Años después, siendo una viuda pobre, llegó al extremo de rechazar dinero de Jack porque no quería ser mantenida por un hijo pro-soviético.
La atmósfera de corrección, prudencia y calma que reinaba en el hogar de los Reed era alterada sólo por la visita ocasional de un hermano de la madre de Jack, el tío Horacio, quien –para horror de ese hogar cristiano- adornaba sus aventuras por el mundo con relatos fantásticos en donde se colocaba como figura principal de revoluciones, golpes de Estado y hazañas poco edificantes.
Jack era un niño soñador, dado a fantasear. Años después recordaba haber sido “diferente a los demás”. Aun así, parecía destinado a la vida de un tranquilo caballero, pilar de la comunidad y de la iglesia Episcopal.
Pero durante sus años en Harvard, Jack comprendió que no estaba destinado a regresar a Portland y que el éxito económico no le atraía. Era de una naturaleza distinta y no seguiría los pasos de su padre. Concluidos sus estudios viajó a Europa y de regreso, a los 23 años, encontró trabajo en la revista neoyorquina América.
John Reed, periodista y escritor, estaba a punto de dejar su huella en la historia. Ya asomaba la doble fama de periodista y luchador social.
Su trabajo en la revista radical The Masses, sus actividades en los círculos socialistas y bohemios, su personalidad explosiva e impredecible y sus reportajes sobre la gran huelga minera de Patterson, Nueva Jersey, donde pudo disfrutar de la hospitalidad de la prisión local, le dieron una sólida reputación a los 26 años.
Una tarde a finales de 1913 llegó a la frontera de Texas a Chihuahua y trepó al tejado de la oficina de correos de Presidio para dar su primer vistazo a México,
Reed iba comisionado por la revista Metropolitan y el diario World para cubrir la revolución, en particular las andanzas del caudillo Francisco Villa, cuyas operaciones en las cercanías de la frontera yanqui lo habían convertido en noticia de primera plana.
Años después Reed diría que México fue el lugar en donde se encontró a sí mismo. Este gringo torpe, explosivo, lúcido, valeroso y cálido, no sólo escribió artículos que informaron a los lectores y a la clase política del país vecino sobre el conflicto en México.
Sus relatos sobre Francisco Villa, a quien conoció y admiró profundamente, lo elevaron de bandido a héroe ante la opinión pública de allende el Bravo. Reed logró transmitir al mundo los más profundos sentimientos de un pueblo en armas.
John se insertó en las vidas de los hombres y mujeres de la revolución, los Juanes y las soldaderas, para entender el conflicto y poder explicarlo desde su punto de vista.
Tomó partido por los hombres y vislumbró la promesa del nuevo amanecer que la sangrienta guerra traería a México: una nación libre en donde no habría clases marginadas, ejército opresor, dictadores o iglesia al servicio de los poderosos.
Sus despachos desde el frente de la revolución fueron recopilados en un volumen, México Insurgente, en donde el periodismo y la literatura se disputan el espacio, cada uno dando al otro un escenario admirable. Esta pugna amistosa se complementa con el mensaje de Reed, en ocasiones directo y en otras entre líneas.
En su ensayo El legendario John Reed, Walter Lippmann escribió: “El público se percató de que podía vivir lo que John Reed vio, tocó y sintió. La variedad de sus impresiones y el color y fuentes de sus escritos parecían interminables. Los artículos que mandó de la frontera mexicana eran tan apasionados como el desierto mexicano y la revolución villista… Comenzó a atrapar a sus lectores, sumergiéndolos en oleadas de un panorama maravilloso de tierra y cielo.
“Reed amó a los mexicanos que conoció tal como ellos eran. Bebía con ellos, marchaba y arriesgaba la vida a su lado… No era demasiado presumido, o demasiado cauto o demasiado perezoso. Los mexicanos eran para él seres de carne y hueso… No los juzgaba. Se identificó con la lucha y lo que vio fue gradualmente mezclándose con sus esperanzas. Y siempre que sus simpatías coincidían con los hechos, Reed era estupendo.”
Un fragmento de la crónica de una batalla:
“En algún lugar de la retaguardia se oyó un clarín. El tirador que avanzaba al frente paró́ en seco, frenando, como si hubiera dado contra un muro. Su pierna izquierda se dobló́ debajo de él y se hundió desesperadamente en una de sus rodillas a pleno campo abierto, agitando su rifle con una exclamación.
“- ¡Malditos! -gritó, mientras disparaba al polvo- ¡Ya verán esos … pelones! ¡Hijos de la chin…! -y sacudió la cabeza con impaciencia, como un perro con una oreja herida.
“Se le escapaban gotas de sangre. Agachándose con rabia, disparó el resto de su carga, se tiró al suelo y se arrastró por un tramo. Los otros pasaron junto a él, apenas dirigiéndole una mirada. Ahora las trincheras hervían con hombres que se ponían de pie desbocados, como gusanos cuando uno levanta una piedra. El tiroteo de rifles tableteaba constantemente. Pasaron detrás de nosotros corriendo, descalzos y en huaraches, con sarapes sobre los hombros … se tiraban y se deslizaban por el canal, y a todo correr ganaban la otra ribera, cientos de ellos caían”.
He aquí a un hombre que llegó a los desiertos luminosos de un país llamado México para reafirmar sus propias convicciones revolucionarias entre hombres andrajosos, analfabetas, pobremente armados, indisciplinados y libres, cuyo instinto más que una ideología les decía que la guerra era el único medio posible, en ese momento, de transformar el mundo en que unos vivían de la explotación de los demás.
No es una exageración decir que el John Reed que regresó a Estados Unidos en abril de 1914 no era el mismo que vio por primera vez a México desde el tejado de la oficina de correos de Presidio. En México Reed perfeccionó las herramientas para otra gran obra, Los diez días que conmovieron al mundo, un relato que Lenin prologó, al considerarlo uno de los mejores sobre la Revolución de Octubre, con la esperanza de que fuera leído por los trabajadores del mundo.
Y murió como había vivido, al lado del proletariado, luchando por la transformación y la construcción de una nueva sociedad. Tal fue su entrega y la integridad de sus convicciones, que los dirigentes soviéticos no dudaron en darle sepultura en el Kremlin, el único yanqui merecedor de tal reconocimiento en la historia de la URSS.
Proponer que John Silas Reed murió muy joven es un lugar común. En efecto, desapareció a temprana edad, pero con una obra completa. Quizá sea más apropiado decir que sus voces interiores se apagaron para que pudiese morir a tiempo.
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