Miguel Ángel Sánchez de Armas
Un grafococo con quien tuve tratos en el pasado pluscuamperfecto hasta que se traicionó a sí mismo y profanó la memoria del maestro que lo custodió, puso por escrito lo que piensa de mí: soy, publicó en su retorcida y barroca columna, “un nefasto”.
Tan delicada proclama de admiración y afecto me provocó un arrebato de hilaridad. En mis décadas de ejercicio profesional me han endilgado toda suerte de adjetivos y he sido blanco de casi todas las satanizaciones y algunos elogios, pero “nefasto”… francamente nunca antes.
Pasado el momento festivo me pregunté si el escribiente sabría el significado de lo que escribió.
La facilidad con la que se horneó este ocurrente opinador -que no columnista-, tuvo el daño colateral de transmutarlo en un escaparate de puñaladas traperas a la sintaxis, zancadillas a la sindéresis, bofetadas a la ortografía y hervidero del lugar común, prendas que se sumaron a virtudes que desde jovenzuelo portaba: solemnidad, arrogancia, impunidad, ignorancia, servilismo y adjetivitis.
Del humor no digo nada, porque el tipo le huye como Avelino Pilongano al trabajo. Tampoco me extenderé sobre su pereza mental, porque me da flojera.
Detengámonos entonces en la adjetivitis, palabreja que, de más está decir, acabo de acuñar. Los adjetivos son, y perdón por el lugar común, armas de dos filos.
Cuando alguien carece de capacidad para expresarse, ¿qué mejor que echar mano de ellos? Son como golpes de látigo: breves, sonoros, lacerantes. Suenan bien. Y evitan pensar demasiado.
No hay lugar común que no hormiguee con estos cómodos amiguitos. El primero que dijo “el astro rey” fue un poeta; el segundo, un botarate. Lo mismo para “vital líquido”, “lago hemático”, “primer priista”, “caiga quien caiga”, “cámara baja”, “deleitar la pupila”, “adorador de Baco” y una interminable lista de etcéteras.
Regreso a “nefasto”, pues en verdad quiero entender lo que quiso decir ese mentecato. Como dice odiarme, supongo que cuando me asestó el calificativo o sus tres neuronas estaban en blanco, o sufría dispepsia o estaba enojado por razones metafísicas.
O tal vez le pidieron cinco líneas más para cerrar el espacio. Todo puede ser, aunque mi diagnostico es que se trata de otra víctima del virus de la adjetivitis.
Nefasto tiene dos acepciones: a) en la Roma antigua, el día festivo en que estaba prohibido ocuparse de asuntos públicos, y b) funesto, ominoso, detestable.
Descarto por obvias razones la primera. Y de la segunda, ¿qué soy? Funesto quiere decir aciago, triste y desgraciado. Aciago sí lo aceptaría. Triste y desgraciado definitivamente no.
Ominoso significa de mal agüero, abominable, execrable, muy malo. Esas virtudes no suenan tan mal, pero tampoco me describen con exactitud, salvo quizá el “muy malo”.
Detestable significa abominable, execrable, aborrecible, pésimo. Quizá no las rebatiera porque a fin de cuentas cada cabeza es un mundo y las filias y fobias personales son sentimientos muy primarios que ni yo ni nadie va a cambiar.
¡Vaya! Un solo y funesto adjetivo me ha dado catorce definiciones que con un poco de empeño podría crecer exponencialmente… aunque no lo haré para no dar lugar a que alguien me tache de columnista político.
Creo que he demostrado mi argumento. Los adjetivos y sus hermanos los lugares comunes son como una droga o, mejor, un afrodisíaco para el onanismo de algunos escribidores. Es fácil enviciarse con ellos y crean dependencia. Y como cualquier droga, despachan a cuanta neurona se les ponga al frente.
Juzgue si no el lector: ¡ahora mismo me dieron tema para un artículo plagado de adjetivos y lugares comunes!