Pablo Cabañas Díaz.
Después de la alternancia en el poder del año 2000, México parecía ser una democracia en construcción. Iniciabamos a poner los cimientos de una democracia, a partir de un débil Estado de Derecho, con un abismo de desigualdades sociales, y alarmantes niveles de violencia social, con una clase política autocomplaciente, políticas públicas ineficaces y un profundo descontento popular. Fue en las elecciones presidenciales del 2006 que en México, se produjo un escenario crítico. Aún peor, no era el gobierno quien perdió por un margen escaso, sino el candidato opositor. Andrés Manuel López Obrador, de la “Coalición por el Bien de Todos” encabezada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), al terminar en segundo lugar tras “perder” con Felipe Calderón, del Partido Acción Nacional (PAN), por apenas una diferencia del 0,58% de los votos válidos emitidos.
En 2006, López Obrador había ido a la cabeza de las encuestas de opinión pública, con márgenes amplios y sostenidos por encima de cualquier otro posible competidor. Parecía altamente probable que se iba alzar con la victoria. Sin embargo, Calderón con el apoyo del presidente Vicente Fox, desplegó una campaña de ataques personales contra su adversario. En consecuencia, a finales de abril, apenas dos meses antes de los comicios, la contienda se convirtió en una lucha entre Fox y López Obrador. Como respuesta, López Obrador retomó un tema que ya había usado antes en su carrera política al acusar a sus adversarios de estar recurriendo al juego sucio. Los medios de comunicación no otorgaron un tratamiento equitativo a los candidatos a la presidencia. Fue según la oposición de izquierda una «elección de Estado» orquestada por el presidente, así como una «guerra sucia» emprendida por el PAN.
Lo que poco había prometido, ser el plácido recorrido hacia la victoria, de un candidato desembocó en la doble incertidumbre, no solamente de quién iba a ganar sino también si el perdedor iba a aceptar el veredicto de las urnas. La jornada electoral del 2 de julio del 2006, transcurrió sin complicaciones y en calma una vez que la crispación de las campañas cedió el paso a los hábitos cívicos de los ciudadanos y las rutinas administrativas del entonces Instituto Federal Electoral (IFE) . Ni las autoridades electorales, ni los partidos políticos, ni los medios de comunicación reportaron incidentes graves. Los observadores fueron unánimes en aclamar la jornada electoral como un ejercicio ejemplar de participación cívica. El problema empezaría después. Al cierre de las casillas, las principales cadenas de televisión informaron que no estaban en condiciones de comprometerse a dar un ganador con base en sus propias encuestas de salida. Pocas horas después, Luis Carlos Ugalde, consejero presidente del IFE, apareció ante las cámaras para explicar que, de acuerdo con el conteo rápido de la misma institución, la distancia entre los dos candidatos punteros caía dentro de los márgenes de error estadístico.
La elección fue demasiado cerrada para anticipar resultados. El máximo representante del instituto electoral llamó a la «prudencia» y pidió a los candidatos abstenerse de declarar su victoria públicamente. Sin embargo, apenas había terminado de hablar, cuando López Obrador y Calderón aparecieron en la televisión nacional, cada uno por su cuenta, para declararse felices triunfadores de la contienda. La pesadilla dentro de la pesadilla: en medio de la incertidumbre estadística y política, los dos candidatos punteros proclamaron sus certidumbres respectivas de victoria.
Los recuerdos de la elección despojada de 1988 seguían muy vivos. López Obrador luchó por establecer la desigualdad socioeconómica como el principal conflicto político del país. En este contexto, la propaganda negativa del PAN que describía al candidato opositor como «un peligro para México» sugería que el gobierno había llegado a verlo como una amenaza para sus intereses. Los poderosos habían llegado a creer que el «proyecto alternativo» era «inaceptable» y «harían todo» por «destruir» a su candidatura. Desde el 2006, ambos bandos abrazaron la lógica de la polarización, de percepciones de amenaza que alimentan a dos visiones del mundo excluyentes, y esa realidad llega hasta la elección del próximo domingo.
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