MIGUEL ÁNGEL FERRER
Durante los varios decenios que perduró el dominio absoluto del régimen priista, los ideólogos, voceros y beneficiarios de ese sistema político solían decir: “En México los votos no se cuentan; se pesan”.
Con esa cínica expresión daban a entender que valía más, que pesaba más, que contaba más el voto del presidente de la república que el de cualquier otro ciudadano. Y la imagen correspondía igualmente a los gobernadores, al dirigente del PRI y, en general, a los miembros de la cúpula política del país, entre ellos los dirigentes de las centrales sindicales y campesinas.
Las elecciones eran obviamente un puro trámite, una enorme simulación. Ese estado de cosas tenía una base objetiva. La revolución social de 1910 significó una considerable mejoría en las condiciones de la vida material de amplias capas de la población. El gobierno, con todo y ser espurio, gozaba de un cierto nivel de aceptación social y popular.
Pero ese estado de cosas empezó lentamente a cambiar. Y poco a poco los ciudadanos empezaron a exigir que los votos fueran contados. La razón era que se habían hecho más lentas y dificultosas las mejorías sociales y populares. Y también, desde luego, que había crecido el número de votantes, sobre todo en las ciudades, que exigían que se contaran los votos.
La primera gran insurrección electoral se dio en 1988 y se saldó con un gran y descarado fraude electoral que le robó la Presidencia de la República al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y al masivo movimiento popular que lo respaldaba.
A partir de ahí los votos empezaron a ser contados. Pero el propósito de no atender la voluntad popular siguió prevaleciendo. Del fraude pasivo y silencioso se pasó al fraude masivo, cínico y descarado. Y así fue durante varios decenios más.
Pero en el año 2018 una nueva y más poderosa insurrección electoral logró vencer el fraude. Y ahora la sociedad exige eliminar el entramado institucional que hasta 2018 posibilitó el fraude. Por eso la sociedad exige, en primer término, la sustitución del falso árbitro electoral por unos árbitros electos por el sufragio popular y no por acuerdos cupulares.
Ese es el sentido de la reforma constitucional que propone el Presidente López Obrador, contra la que se han alzado los antiguos ideólogos, voceros y beneficiarios del moderno fraude electoral que sólo cuenta los votos cuando lo obliga a ello una gran insurrección electoral que resulta imparable.
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