Pablo Cabañas Díaz
En 1978, Ricardo Garibay (1923–1999), el periódico Excélsior en el que colaboraba, le encargó realizar un reportaje sobre Acapulco. En el libro “Acapulco”, Garibay escribe de la élite internacional que vivía en el Puerto, de las historias de matones y de la violencia en la Costa Chica, de los curas guerrilleros de la Costa Grande, de las riquezas mal habidas del estado, de los presos políticos, pero sobre todo, habla del poder. Del poder del entonces gobernador Rubén Figueroa Figueroa, quién es el mecenas de ese trabajo y a quien literalmente destroza.
“Acapulco”, es una crónica en respuesta al desafío que le plantó el cacique Rubén Figueroa Figueroa, quien lo retó a escribir acerca del sur profundo. Relata Garibay: “Tenia ya varios años de venir con frecuencia a Acapulco, y muchas páginas de ver y andar aquí, calles, cerros y playas. Pero ahora es otro el afán: “nada de quitarle tiempo a las vacaciones ni a la cacería del reportaje, nada tampoco para la novela, el poema; nada de eso sino vivir a fondo durante tres o cuatro meses cuanto se vive en Acapulco; que valgan esos cien días diez años de existencia natural, que el hombre encuentre dibujada en esos días su experiencia vivida o su posible experiencia…”, escribe en “Acapulco”, el libro resultado de ese trabajo
A pesar de su carácter recio, Garibay terminó agobiado y en el libro confiesa haberse rendido, incapaz de abarcar un fenómeno tan imbricado como es Acapulco. Hacia el final de los días en que permaneció alojado en el puerto, Garibay se entrevistó con un sacerdote norteño entregado al servicio en un orfanato. Garibay llega a provocar al padre Gabriel para hacerlo hablar de una cuestión central, la violencia palpitante en la sangre costeña. El padre Gabriel lo escupe como si fuera bilis: “(…) maravilloso este infame lugar donde la vida vale un gargajo y tanto puede durar siglos mordiéndose la cola de miserias como puede interrumpirse para siempre de un momento a otro gracias a la abominable pasión por la pistola, condenado lugar manadero de huérfanos y de alaridos, malvada sed de muerte sin fin, y esta es la tercera noticia que me llega en un mes de gentes que conocí y acaban de ser asesinadas”.
Garibay encarna al periodista de la vieja escuela, su libro “Acapulco”, es honesto y desgarrador. Pero traiciona a su promotor. Rubén Figueroa. Queda clara que lo que habría sido una ora para el alago del gobernador termina siendo una denuncia de su gobierno. “–Permíteme ser tu anfitrión – le dice Rubén Figueroa, que gobernaba Guerrero con ceños y sonrisas, Durante esos cuatro meses, Garibay fue financiado en su trabajo y en sus parrandas por el presupuesto del gobierno del estado.
El que aprobaba el entonces gobernador Figueroa, a quién describe así:… “Rubén lleva dos horas en el agua, son las ocho a.m. Es nadador notable, y cuando viene al Puerto trata cosas públicas mientras flota sin dificultad, moviéndose apenas. A la orilla de la alberca funcionarios y guardias de seguridad, fuentes colmadas de frutas, vajillas de lindo barro jarras de café serrano excelente. El gran vientre del político parece un globo peludo en el que se mece la cabeza de Rubén, de cuando los pies y las rodillas se asoman por allá, debajo del globo, como adherencias móviles, minúsculas…. “Ya no te quito tiempo, mi querido Garibay. Vete a trabajar sabiendo que estás en tierra y casa de amigos –y se vuelve a ver el efecto de sus palabras: aprobaciones, sonrisas, ademanes de despedidas, alguien inicia unas alabanzas de las que más me gustan– Aquí Rogelio me hará el favor de hablar contigo…
–Sí señor gobernador. Yo me encargaré personalmente.
–Gracias Rubén. De veras gracias.
–Pero… -¿vas a decir la verdad?
–La voy a decir.
–¿Toda…?
–Toda.
–¿Y si tienes que chingar a tu amigo? –y se señala. Grandes risotadas. Una especie de colectivo eructo, de júbilos, temores y descaros.
–¿Eh? A ver…
–Con la verdad no espero chingar a mis amigos”.
Tras este reportaje, publicado por la editorial Grijalbo, Garibay ya no regresó a Acapulco. Lo habían amenazado de muerte. Solo el apoyo del entonces presidente José López Portillo le pudo salvar la vida.
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