Pablo Cabañas Díaz.
Helene Joy Laville Perre, conocida como Joy Laville (1923-2018), en 1946, tras la Segunda Guerra Mundial, cruzó el Atlántico para radicar por varios años en Canadá. En el norte del continente conoció la obra de Diego Rivera y el muralismo mexicano. Esto despertó su curiosidad y viajó a México cuando tenía 33 años. Se asentó en San Miguel de Allende, en el Estado de Guanajuato. Allí comenzó a pintar en el reputado Instituto Allende, una famosa escuela de estudios superiores de arte. Allí coincidió con Roger von Guten, un suizo que se naturalizó mexicano en 1980. Algunos críticos consideran la influiencia de Von Guten sobre la obra de Joy Laville. La pintura de los dos quedó hermanada desde aquellos días en San Miguel de Allende. Aunque ella confesaba que aprendió mucho viéndole pintar, sin embargo nunca lo consideró su maestro. Compartían su gusto por la pintura, ajedrez y música clásica. Con el pintor canadiense Leonard Brooks formaron un trío musical: Leonard al violín, Roger en la flauta travesera y Joy en flauta barroca y chelo, además de otros músicos y artistas de visita a San Miguel.
La vida de Joy Laville fue marcada fue difícil, a los 21 años, contrajo matrimonio con Kenneth Rowe, un artillero de la Fuerza Aérea Canadiense, con quien se fue a vivir a Canadá por nueve años y con quien tuvo a su hijo Trevor Rowe. Ella afirmaba que ese matrimonio fue su manera de abandonar Inglaterra, que aún no se recuperaba de la Segunda Guerra Mundial.Tras vivir en Canadá durante nueve años, en 1956 se trasladó a México junto con su hijo, quien entonces tenía cinco años. Se estableció en San Miguel, con su amiga Carmen Mancip y su esposo James Hawkins con los que fundó la librería ‘El colibrí’ en 1959. En esa librería conoció a Jorge Ibargüengoitia quien fue a buscar unos libros para dar un curso.
Después de algún tiempo de vivir en pareja, se casaron en 1973 y, tras la muerte de la madre de Jorge, decidieron vender la casa de Coyoacán y viajar por Europa. Vivieron en Londres, Grecia, y Roquetas de Mar en Andalucía, para terminar estableciéndose en París en 1980. Según sus declaraciones “Jorge completó mi ser. Era un hombre profundo, cálido y sin complejos. Decía lo que pensaba y sentía, y a mí, que se me dificultaba tanto hacerlo, me parecía maravilloso. Me enseñó a ser mejor persona, más tolerante y perceptiva”.
En 1967, con motivo de una exposición en la Ciudad de México, el escritor describió el trabajo de su futura esposa en un catálogo con las siguientes palabras: “Joy Laville sabe ver, sabe recordar, sabe poner colores sobre una superficie plana y tiene la rara virtud de poder participar en el pequeño mundo que la rodea”, escribió el autor de “Dos crímenes”.
Ibargüengoitia falleció en un accidente aéreo en noviembre de 1983. Laville vivía en París y después de un año decidió volver a México. Se instaló en Jiutepec, un apacible municipio colindante a Cuernavaca, la capital de un estado conocido por su buen clima y su vida pausada. En 2012 recibió la medalla de Bellas Artes por su trayectoria. Entonces le preguntaron en qué influyó México en su obra. “El paisaje, los colores, y muchas cosas, pero especialmente el paisaje”.
“Las pinturas de Joy Laville son espacios de tranquilidad, de solaz, también de soledad. Son en extremo atractivos, cualquiera desearía poseer esa “Reina de la noche” flanqueada por un gato enorme y por un ramillete de flores; sus formas estilizadas, sino decantadas están entregadas en su expresión mínima, sin balbuceo alguno. Era una maestra intimista de los espacios abiertos, que podía también cerrarse sobre sí misma”, escribió la también finada crítica de arte Teresa del Conde en 2006, sobre esta gran pintora.
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