Fernando Irala
El próximo domingo tendrán lugar las que han sido calificadas como las elecciones más grandes de la historia de México.
Y es que aunque no elegiremos Presidente de la República, sí se renovarán casi la mitad de los gobiernos estatales, la Cámara de Diputados federal, y los congresos y ayuntamientos de la inmensa mayoría del país.
Ese fenómeno ocurrirá por primera vez, luego de la adecuación de los calendarios político-electorales en muchas entidades.
Numerosas encuestas se han encargado de ir dando cuenta de las preferencias electorales de los ciudadanos, de manera que aunque habrá sorpresas, como siempre, en general todos tenemos una idea aproximada de los resultados.
Lo que tampoco había ocurrido nunca es la repetida agresión sangrienta a hombres y mujeres que buscan el voto popular.
Varias decenas de candidatos han sido asesinados a lo largo de las campañas, y en otras decenas de casos más se registran amenazas de muerte y/o atentados fallidos.
No es nuevo el fenómeno. Desde la muerte de Luis Donaldo Colosio, hace más de un cuarto de siglo, la violencia política resurgió con fuerza creciente. Sin embargo, durante mucho tiempo se trató de casos aislados, escasos.
Ahora, el fenómeno se extiende por casi todo el territorio nacional; son escasas las entidades donde no se observa violencia política extrema.
En la mayor parte de los casos conocidos, se presume la intervención del crimen organizado, que agrede a quien no siente sometido a sus negocios.
Lo que más preocupa es la despreocupación que desde el gobierno federal se advierte. Que los medios enrarecen el ambiente con sus denuncias, que se trata de sensacionalismo, de amarillismo.
¿Debemos considerar normal que en México elijamos a quienes han sobrevivido a la violencia criminal, porque tienen suerte o porque tienen nexos?
No, no es normal, ni debemos admitirlo. ¡Amarillismo…!
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