Fernando Irala
Dos semanas han transcurrido desde el trágico accidente de la línea 12 del Metro, que segó la vida de veintiséis personas y causó heridas a cerca de un centenar, algunas de las cuales permanecen graves y hospitalizadas.
En ese lapso, los familiares de las víctimas han pasado del estupor al enojo y al reclamo. En el resto de la población la reacción se ha enfocado a ubicar responsabilidades, en lo que desde el primer momento se vio como resultado de un proyecto mal hecho y de una cadena de errores y negligencias.
Entretanto, los actores políticos se han repartido culpas de acuerdo con su conveniencia y con su ubicación en los organigramas de la administración capitalina en los anteriores sexenios y en el actual.
Habrá que esperar los resultados de los peritajes. Pero desde ahora resulta evidente que el Metro requiere una cirugía mayor, luego de un diagnóstico que nos diga cuál es el estado real del sistema y cuáles sus puntos de riego, que debe haber muchos.
De lo que los expertos señalen, dependen un par de carreras políticas, aunque ya desde ahora el siniestro debe haber alterado preferencias ciudadanas que seguramente se expresarán en los comicios que tendrán lugar en veinte días, y que definirán el escenario del congreso local y las alcaldías en los siguientes años.
Así ocurre con las tragedias sociales, que mueven el ánimo de la gente de manera natural, lo cual es exacerbado por las fallas de quienes gobiernan, y por los intereses políticos que no dudan en aprovecharse de la sensibilidad popular.
Por lo pronto, los deudos y familiares afectados están en las calles, reclaman justicia y denuncian la corrupción y la torpeza detrás de la construcción y la operación de la línea 12, la llamada “línea dorada”, lo que ahora resulta un mote tragicómico.
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