Luis Alberto García / Moscú, Rusia
* La baja realeza, los boyardos, salvaron el trono.
* El primero de la dinastía terminó gobernando con su padre.
* Pedro el Grande reinó severa y enérgicamente, con guante de hierro.
* Despotismo y arrogancia que duraron tres centurias.
* Alexander Benkendorf tuvo en sus manos los destinos del imperio.
* Nicolás I y Natalya Goncharova, la amante del poeta Pushkin.
Si el final del régimen autocrático de los zares de Rusia fue sangriento y nada glorioso, el comienzo de la dinastía en el siglo XVIII había sido más que prometedor cuando los Romanov eran los descendientes de Anastasia Romanova, primera esposa de Iván IV el Terrible, zar de 1547 a 1584.
La muerte de esta mujer en 1560, puso al zar al borde de la locura, vuelto un ser despiadado y cruel, merecedor del apodo que lo identificó por siempre, vergüenza de una familia que desde 1613 impondría su autoritarismo, despotismo y autocracia hasta 1917.
La familia tuvo la oportunidad de llegar al poder medio siglo después, cuando los boyardos, la baja nobleza sin otra alternativa u opción que salvar al reino, designaron zar a Mijaíl Fiódorovich Romanov (1613 -1645) tras una época anárquica conocida como el Período Tumultuoso.
“Necesitaban elegir a alguien joven, tranquilo y confiable”, afirma el novelista e historiador Vladimir Shárov: “Los boyardos sentían que podían manipular fácilmente a Mijaíl, pero éste terminó gobernando con su padre, más poderoso que él mismo”.
Pedro el Grande fue el Romanov que más aportó al país, gobernó enérgicamente y sin complacencias, con guante de hierro, edificó San Petersburgo, expulsó a los turcos de las costas del mar de Azov, construyó una flota con tecnología holandesa y promovió una severa forma de capitalismo de Estado y libre comercio.
Y si bien los Romanov hicieron mucho por su país según la derecha que los añora, también lo dañaron con su despotismo y arrogancia durante más de tres siglos, intentando imponer una modernización de arriba hacia abajo que fue odiada, temida, impopular, crudelísima y violenta, apoyada en una iglesia retrógrada y en una aristocracia riquísima y reaccionaria como no ha habido otras.
Un claro ejemplo puede verse en el intercambio entre el fanático religioso y más que conservador zar Nicolás I y el jefe de la policía secreta, el conde Alexander Benkendorf, en una época en la cual este integrante de la realeza zarista tuvo prácticamente en sus manos los destinos del imperio apoyado en una red de espionaje peor que la okhrana creada por Iván IV.
“Gracias a Dios el Altísimo, Rusia se encuentra protegida de las calamidades de la revolución porque, desde Pedro el Grande, los monarcas siempre fueron creyentes, superiores a los otros hombres y a las naciones”, le decía a diario Benkendorf al zar Nicolás, cuyo padre, Alejandro I, enfrentó a Napoleón Bonaparte, con una muerte y un destino que siguen siendo un misterio de tres siglos.
Benkendorf sostenía que el secreto para retener el poder era, en primer lugar, no ilustrar al pueblo, porque, pregonaba, “así el pueblo no adquiere el mismo nivel de entendimiento que los monarcas y sus amos”.
Nicolás I -Nikolasha Palkin, “El Duro”, como lo llamaban despectiva y clandestinamente, gobernante de Rusia de 1825 a 1855-, dirigió una brutal militarización de la sociedad, por la que campesinos desafortunados eran reclutados en el ejército de por vida y, con mucha frecuencia, molidos a golpes por delitos menores, al cabo que procedían de la gleba, bajo un régimen de servidumbre sin más calificativos.
Nicolás Romanov también era el “único europeo” de Rusia, según el poeta Alexander Pushkin, cuyo afecto por el monarca aparentemente no se veía perturbado por las aventuras amorosas que su esposa, Natalya Goncharova, se cree sostenía con el zar.
Más que linaje eslavo, los Romanov tenían sangre europea mezclada, debido a las numerosas alianzas políticas que celebraron con miembros de la realeza del continente, en especial con la alemana, y solamente tras Catalina la Grande mantuvieron unas gotas de sangre rusa.
Aparentemente, la ruptura con el pueblo comenzó al gobernar Pedro el Grande, quien escandalizó a la nobleza y a los boyardos con sus formas modernizadoras y su absurdo y sorprendente decreto ¡que prohibía los ropajes largos y las barbas!.
“Se entendía a la sociedad como un objeto pasivo que a veces debía manejarse; de ninguna manera era un socio con quien negociar”, escribió el filósofo e historiador Semyon Ekshkut. “El gobierno veía el diálogo como un peligro, no sólo para sus propias prerrogativas, sino para toda la sociedad”.
Los zares del pasado –a quienes María y Gueorgui Romanov, supuestos herederos de la corona guardan inmenso respeto a estas alturas del siglo XXI-; sin embargo permitían ser consultados directamente sobre una variedad de temas.
Esa práctica continúa vigente mediante los espectáculos televisivos en los que se reciben llamadas telefónicas a larga distancia y desde un estudio, presentados en “talk shows” anuales por Vladímir Putin, lo mismo como presidente que como primer ministro, cargos que “El Elegido” ha desempeñado desde 1999, porque es y al parecer será -y sin pedir permiso a los últimos Romanov, el zar perpetuo de todas las Rusias.
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