Fernando Irala
Esta vez escondido en el descanso que propicia la celebración de la Semana Santa, nos llegó de nuevo el horario de verano, la acostumbrada y legal ocurrencia de adelantar los relojes una hora para fingir que ya es más tarde y obligar en consecuencia a la gente a levantarse y hacer sus actividades más temprano.
Adoptada con el argumento de aprovechar mejor la luz del sol y ahorrar energía al modificar las horas pico en la demanda de energía eléctrica, el beneficio ha sido en todo caso para la comisión de electricidad, pues los usuarios no hemos tenido ninguna economía, y sí, en cambio, hemos sufrido año con año los trastornos ocasionados por la mudanza horaria.
El continuo cambio, es sabido, resulta un absurdo en un país de clima tropical, donde las variaciones lumínicas no son tan extremas para justificar una alteración de ese orden.
Incluso en los países nórdicos, donde la diferencia de horas de luz natural si es notable a lo largo del año, la idea del horario de verano había estado presente desde tiempo atrás, pero sólo los rigores de la Primera Guerra Mundial, hace poco más de un siglo, motivaron su adopción.
Ahora, incluso los países donde nació la medida se la están replanteando, dado que el supuesto ahorro energético es mínimo y los trastornos en la vida, la salud y el bienestar de la gente saltan a la vista.
En México, la puesta en marcha del antiguo Tratado de Libre Comercio, fue la causa nunca confesada de adherirnos a ese vaivén de las manecillas del reloj.
Hoy ese tratado ha dejado incluso de existir y ha sido sustituido por otro, pero lo que sigue más evidente que nunca es la sujeción de la economía mexicana a sus socios norteños.
Por ello incluso los municipios fronterizos mexicanos adelantan desde semanas antes su hora, porque así lo hace actualmente Estados Unidos, y lo mismo hacen las Bolsas de Valores de aquí para estar en sincronía con las de allá.
Ahora que el gobierno no para de hablar de la nostalgia nacionalista que lo embarga, no se ve porqué mantener el yugo del horario que nos fue impuesto en la época neoliberal.
¿Qué sentido tiene trastornarnos la vida una y otra vez?
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