Adrián García Aguirre / Bacalar, Quintana Roo
* Con una historia de explotación, los mayas no creen en el tren.
* Primero fueron los españoles, luego los blancos y mestizos.
* La Guerra de Castas de 1847, capítulo trágico en Yucatán.
* Tuvo hasta una nueva bandera, hoy tiene promesas oficiales.
* La conversación siempre gira en torno al término “desarrollo”.
El martes 2 de junio de 2020, cuando México superó por primera vez los mil fallecidos diarios por un virus, el Covid 19, que no fue previsto y se vino encima como una peste comparable a la que azotó Europa en la Edad Media, Andrés Manuel López Obrador daba el banderazo de salida a las obras de su llamado Tren Maya en Cancún.
Frente al decreto oficial, las voces que se oponen al tren hay que ir a buscarlas a la selva, entre quejas hablan de la tierra, del maíz, de la falta de agua, de las abejas o de dignidad. Otras veces, la conversación gira en torno al manido término “desarrollo”.
Pero ese paraíso recién diseñado no lo miran igual quienes ven un montículo cualquiera en la selva, o alguien que ve la casa de sus abuelos como Miguel Chan.
La idea de un tren recorriendo la zona no es nueva, ya la habían escuchado antes por boca de los expresidentes Ernesto Zedillo y Enrique Peña Nieto acerca de construir un “Tren Peninsular”, un proyecto parecido al Proyecto Integral del Istmo de Tehuantepec, que naufragó sin cumplirse tampoco las promesas de Vicente Fox y Felipe Calderón.
De tal dimensión eran los sueños, que el gobierno de entonces, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), lo llamó el “Tren bala de Yucatán”, pero solo López Obrador se atrevió incorrectamente a llamarlo Maya.
La protesta es de Antonio Ortiz, un agricultor cercano a Calakmul, junto a la parada número 18 de Xpuji, asegura que de colmenas como la suya en Yucatán —México es el tercer productor mundial de miel— sale uno de los néctares más puros del mundo.
De aquí se obtiene la mejor de las mieles que se exporta principalmente a Europa gracias a la abeja melipona y a una calidad que no han podido igualar los siropes industriales ni las imitaciones chinas de remolacha.
Para producir un kilo de miel, las abejas hacen cientos de miles vuelos de la colmena a la flor y viceversa y Antonio cree que un tren a alta velocidad aturdirá a las abejas y les alterará el radar que consigue que regresen.
Según él, la producción de miel ha bajado notablemente y el futuro de diez mil apicultores de Yucatán está en riesgo debido a la deforestación, el uso de semillas transgénicas, los químicos que contaminan los panales y, ahora, el tren, que golpea la forma de vida de muchas comunidades indígenas.
“Dicen que podremos sacar y vender mejor nuestros productos, pero esos vagones serán para las grandes empresas: Cemex, Wall Mart, las granjas porcinas… ¿A poco va a ser para que pueda yo llevar mi miel o la milpa?”, dice junto a la chimenea de su casa.
Las gallinas corretean junto a sus pies y el agua se filtra por las paredes de madera mojando la pirámide de mazorcas de la sala, y las palabras quedan suspendidas en el aire.
La relación de los mayas de Yucatán con el Estado mexicano siempre ha sido compleja. Hasta la llegada de los españoles, los mayas ocupaban estas tierras. Y, aunque no era la civilización todopoderosa de antaño, sus descendientes estaban regados por Chiapas, Guatemala, Belice y el propio Yucatán.
Sometidos por los españoles durante años, el férreo sistema de clases se mantuvo tras la independencia en 1821, mientras la élite henequenera yucateca, antecesora de la Casta Divina, se entretenía en elevadas discusiones sobre independizarse de México o sumarse al modelo federal, no vio venir el levantamiento maya de 1847 conocido como la Guerra de Castas, cuando los indígenas, hartos de la explotación y los abusos, se alzaron en armas contra los blancos y los mestizos.
Miles de personas se unieron a los caciques y en pocos días tomaron cientos de pequeñas y medianas poblaciones y pasaron el machete por las cabezas de 250.000 españoles, criollos, mestizos, negros y cualquier cosa que no fuera maya.
El gobierno de Yucatán, atrincherado en la blanca Mérida –llamada así por la discriminación a los aborígenes- se ofreció a ser parte de Estados Unidos, Jamaica y España a cambio de la ayuda militar que le salvara de la furia; pero finalmente México acudió en su auxilio e incorporó Yucatán al resto del país, cuando ya tenía hasta nueva bandera
Sin embargo, las ciudades de Chetumal, Bacalar y Carrillo Puerto siguieron medio siglo más en manos de los indígenas hasta que Porfirio Díaz firmó la paz de los sepulcros en 1901, y actualmente en la península hay cinco santuarios mayas regidos simbólicamente por un líder espiritual y otro militar que recuerdan que un día arrasaron con todo lo que encontraron.
Los mayas no son los únicos habitantes de Yucatán. Ni siquiera es posible conocer cuál es la posición de “los mayas” o si aceptan el tren: representan un tercio de la población de Yucatán, el 16% de Quintana Roo y el 11% de Campeche según los datos de 2010.
Distintas migraciones han hecho de la península un lugar de mezcla gracias a la llegada de miles de “colonos”, como los llama Andrés Manuel López Obrador, desde estados como Chiapas o Tabasco en la década de 1960 y 1970 en busca de tierra fértil a bajo precio, la tierra prometida que, aseguran, nunca lo ha sido, ni lo será.
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