Por Mouris Salloum George
Todavía permanecen entre nosotros los tufos de la intolerancia. Algunos lo atribuyen a que nuestra larga lucha por la independencia nos ha condicionado a estar siempre a la defensiva contra cualquier ataque de propios y extraños; sin embargo, ya ha pasado demasiado tiempo. La intolerancia asoma sus fauces cuando empiezan a derrumbarse los códigos éticos y morales de una nación, aprovecha para vaciar a cualquier democracia de contenido, lucha empecinada contra las conquistas esenciales de un pueblo, como las estructuras fundamentales de derechos humanos y la libertad de expresión.
Deriva siempre de actitudes soberbias de quienes detentan las mayores porciones de poder, con el afán de halagarlos, pero acaba siendo patrimonio de mentes y espíritus pequeños que siempre se amilanan ante cualquier desplante. Es un enemigo realmente peligroso; destroza los principales sustentos de un país. Es alimentado desde las cúspides por los niveles de aprobación elevados que ostentan quienes son favorecidos por mediciones demoscópicas –no siempre exactas– las más de las veces interesadas en obligar a cualquier pueblo a aceptar razonamientos equivocados.
Engalla generalmente a los mediocres, a quienes no tienen la suficiente formación para poder enfrentar los embates y las críticas que lastiman directa e inopinadamente hasta los más nobles pensamientos. Quienes de buena fe tratan de estimular el raciocinio independiente son siempre los objetos de la intolerancia.
En momentos difíciles como los que estamos viviendo, cuando los más claros analistas del sector financiero están pronosticando un decrecimiento trimestral (enero a marzo: de menos cuatro y medio por ciento del producto nacional bruto) asoman quienes creen que están apoyados por designios superiores.
De persistir la tendencia del decrecimiento, podremos llegar a acumular niveles inferiores al diez por ciento del crecimiento en lo que resta del año. Este es un dato duro que no debe soslayarse, toda vez que el abatimiento del empleo y el bajo poder adquisitivo de la moneda, pueden causar estragos hasta hoy impredecibles.
Desde el poder se reacciona impulsivamente, remarcando que nuestro país es libre y soberano respecto a su industria eléctrica, y que como no criticamos a otros países, éstos no tienen derecho a opinar sobre el nuestro. Hasta ahí bien, ¿pero qué pasa si los países que reaccionan de esa manera tienen el derecho de hacerlo merced a los tratados comerciales que hemos firmado, y por lo que nos obligamos a respetar las energías renovables?
La intolerancia campea igual en todos los temas: cuando se reciben análisis y auditorías que impactan a los datos oficiales, cuando un gobernador que tiene mayoría opositora en su estado puede convertirse en un dolor de cabeza a la zona de confort. ¿Hay que eliminarlos sumariamente, sin ningún óbice de debido proceso, de defensa legítima?
Cuando México necesita de todos para hacer un frente común ante las desgracias económicas y sociales que nos acechan es el peor momento para sacar las fauces de la intolerancia; más bien es momento de unidad, de lucha pareja contra nuestros desórdenes. La otra postura sólo afecta nuestras potencialidades como país. No es menor el argumento de que la intolerancia en dosis descontroladas, mata. Ha llegado el momento de hacerle frente a nuestros fantasmas, ser cada vez mejores como país. Los males de la democracia sólo se curan con más democracia, nunca con intolerancia.
*Director General del Club de Periodistas de México, A.C.
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