Luis Alberto García / Moscú, Rusia
* El asesino de Trotski siempre negó la verdad.
* “Soy de origen belga y trabajaba en Francia”.
* Iósif Stalin, el chacal del Kremlin logra su fin.
* Mercader, en completa soledad, porque así lo deseó.
* Dos años preso en el penal de Santa Martha Acatitla. ,
* Salió libre en 1960 con un pasaporte de Checoslovaquia.
Jacques Mornard o Frank Jackson, nombres a los que también respondía Ramón Mercader del Río, guardó una actitud casi impenetrable durante la veintena de años que permaneció preso en el penal de Lecumberri de la capital mexicana, sujeto a violentos y frecuentes interrogatorios por cuenta de los más astutos agentes e investigadores.
También fue asediado de día y de noche por los periodistas que se obstinaban en llevar a sus diarios la noticia exclusiva, y uno de ellos fue Fernando Medina Ruiz, que colaboró con su versión de los hechos con tintes marcadamente anticomunistas, ofendiendo la memoria de algunos personajes que ya había muerto.
Por presiones del gobierno soviético, y las administraciones que sucedieron a la del general Lázaro Cárdenas en México, permitieron que el homicida fuese sometido estudios aparentemente profundos por criminólogos destacados de la época.
Sin embargo; Mercader se sostuvo en una sola actitud: insistía en que se llamaba Jacques Mornard, de nacionalidad belga y punto, versión narrada con tal convicción y tenacidad, que descontrolaba a más de uno de sus interrogadores.
Alto, bien parecido. de complexión robusta, pelo corto siempre, mirada inconmovible, inteligente, sagaz y culto, Mercader – Mornard no se contuvo ante una burla de otro reo y lo agredió en su primer día de estancia en la cárcel preventiva, en un gesto violento que alejó a aquellos que mostraron interés por él, algunos de ellos tratándolo con desprecio.
Desde joven, Ramón estaba convencido de que la peor de las agresiones a la condición humana era la humillación, porque desarma al individuo, y coincidía con Trotski en que agrede lo esencial de la dignidad, cuando, en el caso del viejo ucraniano, a lo largo de su vida ya había sufrido todos los insultos y calumnias posibles.
Aislado, en completa soledad porque así lo deseaba, Mornard mostró manías extrañas, como por ejemplo, la limpieza extrema, diariamente se bañaba con agua helada, el mismo lavaba su ropa y barría, sacudía y trapeaba su celda.
Leía cuantos libros o periódicos le conseguían, regalados o prestados, le fascinó la electrónica, arreglaba radios y reparaba bulbos fundidos, con tal empeño que los dejaba como nuevos, le fascinaba la Mecánica Popular, una revista americana que le llevaban a la celda de contrabando.
Dedicaba enteras horas a meditar sobre lo que nadie jamás pudo adivinar, con total indiferencia hacia lo que lo rodeaba, interrumpidos sus silencios solamente para responder con monosílabos las preguntas de sus inquisidores, al principio en sesiones diarias, luego semanales, mensuales y al final sin lapsos definidos, cada vez más distanciadas.
Nunca dijo una palabra de más, jamás se contradijo, siempre sostuvo su versión desconcertante y lo más que dijo fue lo referido a su falsa nacionalidad, según refiere Julieta Montelongo en su reportaje, titulado: “Stalin, el chacal del Kremlin, logra su fin”.
“Soy de origen belga, trabajaba en Francia y nunca me había interesado por la política hasta que conocí a Sylvia Ageloff, de origen ruso, naturalizada ciudadana de Estados Unidos, trotskista. Me empezó a interesar su ideología, vinimos a México de Nueva York y me presentó a Trotski; pero surgió en mí una gran decepción cuando entablé algunas pláticas. El colmo fue cuando me propuso ir a Moscú a matar a Stalin. Me dio coraje, planee matarlo, nadie intervino y fue algo personal”.
En enero de 1960, cuando la Secretaría de Gobernación accedió a la petición del recluso de anticipar un par de meses su salida de la cárcel y evitar el escándalo de los periodistas dispuestos a viajar a México, el 20 de agosto de ese año Ramón tuvo la convicción de que apenas transitaría de una cárcel a otra.
La salida de la prisión de Santa Martha Acatitla –al oriente de la capital- donde había pasado los dos últimos años de su condena, había sido fijada para el viernes 6 de mayo, luego de negociaciones extrañas, y es que el reo Jacques Mornard no existía legalmente.
Por lo tanto, no tenía nacionalidad belga; pero seguía en su gran mentira, sin admitir su origen español, hasta que la embajada de Checoslovaquia aceptó emitirle un pasaporte con el hombre que había sido condenado y cumplido su sentencia.
Sin planes a futuro, puesto que su suerte dependía de quienes le ordenaron asesinar a un personaje de dimensiones históricas, Ramón Mercader cumplió íntegramente su condena –aunque Julián Gorkin, ex comunista español radicado en México- hizo correr la falsa versión de que, al ser liberado, sería recluido en un campo de trabajo en Siberia; pero ese dicho fue un infundio sin bases.
Sus destinos temporales fueron París, Praga, Moscú y por último La Habana, escalas finales de alguien que fue tragado por la tierra, piadosamente desaparecido, como correspondía a un hombre que se llevó con él muchos secretos, porque sabía demasiados.
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