*Es el camino que el presidente de México emprendió en busca de la restauración, con el caudillismo incluido y la prevalencia de los militares también
Gregorio Ortega Molina
Mal asunto el rencor, pero peor que quien es reo de esa daño emocional, moral, ético, espiritual y racional, sea el que manda, al que es necesario obedecer a riesgo de que el castillo de naipes se desmorone y las instituciones republicanas desaparezcan del todo.
Me mueve y me conmueve lo que aparenta ser un esfuerzo sincero del presidente de México por mostrarse como moralmente correcto, sin dobleces, haciéndose el simpático para que las galerías puedan entretenerse con Benito Bodoque y El Tata, mientras maniobra para desaparecer los organismos autónomos que, a querer o no, son instituciones creadas para defender precisamente los intereses de ese México bueno y sabio cuyo destino es puesto en manos de los gobernantes, porque no conocen otra manera de hacerlo, se muestran incapaces de defenderse con sus palabras y sus actos. Sus representantes en el Congreso federal y en los congresos locales nada más existen para defender sus propios intereses y subordinarse a las órdenes de este nuevo Gran Timonel.
Esa precaria idea de que el poder no se comparte es antediluviana. Hoy, con la densidad demográfica, la complejidad de las exigencias de las masas, las necesidades de seguridad pública, la globalización y el necesario equilibrio y cohesión interna ante el avasallamiento de la integración -con el Bloque de América del Norte o con China-, no compartirlo es un error; no porque se dividan las responsabilidades y consecuencias de las decisiones tomadas, sino porque el ensanchamiento del ámbito del mando sobrepasa los alcances de la capacidad de un solo hombre, de la presidencia imperial.
Pero en su rencor en contra de los gobernantes anteriores, de esos líderes empresariales y sociales que lo tildaron de peligro para México y descreen que fue víctima de fraude electoral en 2006, decidió cambiar de copartícipes en sus esfuerzos por regenerar y purificar al país, congeló las aspiraciones de los barones del dinero, y transfirió sus preferencias anímicas -debido a la urgente necesidad de solventar sus deficiencias políticas- a los militares que, por una u otra razón, desde que Manuel Ávila Camacho entregó el poder, fueron apartados de las decisiones que sólo atañen al ejercicio del poder.
El rencor hace daño, mucho daño a quienes nos vemos perjudicados por la hiel que se destila desde el sujeto que lo padece. Es incuestionable que hoy el mundo occidental -imposible sustraernos al efecto- está en crisis, para comprender las posibilidades de sortearla, María Zambrano, que no es ninguna lela en estos temas, nos explica:
“Y como en los ritos orgiásticos, la lenta angustia se resolvía en un instante de epilepsia; la larga humillación en un instante de sentirse fuera de sí, en un éxtasis invertido, hundimiento de la persona en un paroxismo. Así llegaba hasta la masa la abdicación de lo que piensan y aun de los que en verdad deben conducir a un pueblo hasta el nivel de la persona humana.
“Y en lugar del pan de cada día, la droga que por un instante convierte al desposeído en dueño de todo, hasta del pasado, de la totalidad del tiempo. Se hace del desposeído un poseso.
“Y estos instantes absolutos tan fugaces habían de sostenerse en un último absoluto: la muerte. El vértigo de la caída se detenía sólo en ella. Y ella era el <<fundamento>> último, el punto de recurrencia, fin que estaba desde el principio: la hechicera. Para seguir viviendo así había que morir y que matar. Poseídos por la muerte afirmaban los valores <<vitales>>…”.
Es el camino que el presidente de México emprendió en busca de la restauración, con el caudillismo incluido y la prevalencia de los militares también.
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