*¿Cómo y cuándo se planteó la necesidad de “imponer” gobiernos civiles? ¿Quiénes conceptuaron los acuerdos, cómo se negociaron y por qué correspondió a Manuel Ávila Camacho ser el último militar presidente de México? Si tenemos respuestas, aparece la última pregunta: ¿Por qué 75 años después deciden dar marcha atrás -de manera paulatina, pero sin pausa- y compartir primero, para entregar después, el poder a los militares?
Gregorio Ortega Molina
El gran error de quien hoy nos mangonea y sobre el cual orbitan todos sus equívocos, es la idea acomodaticia que se hace de la corrupción para satisfacer sus necesidades éticas, morales, pero sobre todo su concupiscencia por el poder. La limita a las 30 monedas, pero elude lo que significaron.
Así esquiva su mandato constitucional y su responsabilidad histórica; olvida, a propósito, los graves hechos de corrupción ética y moral en los que participaron las Fuerzas Armadas después de promulgada la Constitución que norma la vida institucional y legal de México. Fueron los primeros en traicionarla. Para saberlo no hace falta ser erudito ni estudioso de la historia, basta con recordar lo aprendido en la escuela y haber hecho la lectura de algunas novelas. Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, y la trilogía de Jorge Ibargüengoitia: Los relámpagos de agosto; Maten al león, y La ley de Herodes.
Con un mayor esfuerzo, El Ulises criollo (completo) de José Vasconcelos, La frontera nómada, de Héctor Aguilar Camín, y, la única obra de teatro de Elena Garro, su Felipe Ángeles. Entonces nos resultará imposible olvidar el desempeño histórico de los militares en sucesos como la muerte de Venustiano Carranza, los asesinatos de Huitzilac y Topilejo, la reforma constitucional para garantizar la reelección de Álvaro Obregón, el resultado electoral de 1929, la formación del PRI y otros sucesos más recientes que involucran a Juan Arévalo Gardoqui, José de Jesús Gutiérrez Rebollo… Naturalmente hay sus excepciones, como el comportamiento institucional de Marcelino García Barragán.
Una somera revisión de esa parte de la historia debe conducir a una o varias preguntas ineludibles: ¿Cómo y cuándo se planteó la necesidad de “imponer” gobiernos civiles? ¿Quiénes conceptuaron los acuerdos, cómo se negociaron y por qué correspondió a Manuel Ávila Camacho ser el último militar presidente de México? Si tenemos respuestas, aparece la última pregunta: ¿Por qué 75 años después deciden dar marcha atrás -de manera paulatina, pero sin pausa- y compartir primero, para entregar después, el poder a los militares?
Es posible que la espiral de la traición al proyecto constitucional de la Revolución se iniciara en la cabaña de Tlaxcalantongo, Puebla, para cerrarse en Lomas Taurinas de Tijuana, Baja California. México es cruento, los hechos se abren y cierran con crímenes políticos.
Si todo lo anterior resulta creíble, llegamos al punto esencial para comprender lo que se nos vino encima: ¿Qué motiva u obliga al presidente de México a compartir la banda presidencial con las Fuerzas Armadas, y a retroceder históricamente con la restauración del presidencialismo imperial? La hipótesis de Jorge Zepeda Patterson publicada en Milenio y El País el último 14 de enero es lambiscona, equivale a la purificación por medio del dolor, lo que en términos políticos y sociales no es válido.
¿Dónde, con quiénes y cómo se establecieron las decisiones para esta regresión histórica? Naturalmente puedo estar equivocado, pero de cualquier manera los próximo cuatro años serán más difíciles que lo vivido hasta hoy.
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