Adrián García Aguirre / San Ignacio Arareco, Chihuahua
A Rafael Serrano
Con gratitud y reverencia infinitas por lo enseñado y lo aprendido, extendidas a J.M. Pérez Gay –el gran caribe de Cadereyta 16 y Marianenburg Strasse 25, en Colonia (RFA) junto al Rhin–, y a Fernando Benítez, nuestro maestro de excepción, en las buenas, en las malas y en las peores: hasta que las teclas se apiaden de nosotros, dos en el Cielo, los otros dos todavía en la Tierra.
* Recuerdo de agradecimiento por el cronista de los indios.
* Evocación de una entrevista publicada y premiada en 1970.
* El profesor resucitó un gran reportaje escrito en 1957.
* Dedicó parte de su obra prolífica a los pueblos originarios.
* Trabajó con ellos mucho tiempo, con no pocas fatigas.
* La belleza, la dignidad, la magia y la gran tragedia de México.
“El indio es libre para morirse de hambre”, nos dijo el profesor Fernando Benítez en una entrevista realizada en febrero de 1970, publicada en el periódico “Universidad”, ganadora del Premio Nacional de Periodismo Estudiantil promovido por el Instituto Nacional de la Juventud Mexicana, en la cual revelaba la realidad de un sector que ha buscado justicia sin encontrarla.
A las orillas del lago de San Ignacio Arareco –a pocos kilómetros de Creel, centro político y económico de la Sierra Tarahumara, sobre la ruta del Ferrocarril Chihuahua Pacífico- recordamos en esa quietud bucólica la mirada de ojos azules y la voz lenta que parecía dictar sus pensamientos, como cuando tomábamos clase en el salón 1 de la Facultad de Ciencias Políticas de nuestra UNAM.
Creador de grandes suplementos culturales, promotor de la obra y maestro de personajes que, desde sus inicios, han brillado en el periodismo actual y en la literatura mexicana contemporánea, Benítez viajó por el país para recoger testimonios vivos de los mixtecos, zapotecos, mixes, mayas, otomíes, zoques, tzoltziles, lacandones, tepehuanos, yaquis, mayos, coras, huicholes y rarámuris o tarahumaras.
A estos últimos dedicó el segundo capítulo del primer tomo de su invaluable colección de seis volúmenes –Los indios de México, Editorial Era, 1967-, parte concluida y poco difundida diez años antes, cuando, en septiembre de 1957, lo escribió un mes después de su regreso de Chihuahua.
En el encuentro de 1970 con su alumno de periodismo, explicó ajustándose sus pequeños espejuelos que. años después, la lectura de lo que llamó “manuscrito olvidado” revivió en él las impresiones de aquel recorrido por la Alta Tarahumara y así reconstruir el estado de ánimo que lo empujó a emprender nuevas tareas, abandonando un proyecto al que dedicó mucho tiempo y no pocas fatigas, abarcando de la conquista española y su ambición, hasta el alzamiento zapatista de 1994.
El primer libro –que contiene sus experiencias en San Luis Potosí, Jalisco, Nayarit, Chiapas, Oaxaca, Hidalgo y Chihuahua- ocupaba un lugarcito silencioso de la biblioteca del séptimo piso de su casa en la colonia Guadalupe Inn, al sur capitalino, con el polvo de los años envolviéndolo en un sudario melancólico; sin embargo, Fernando Benítez se animó a conversar sobre sus jornadas en la Alta Tarahumara, al norte de la Sierra Madre Occidental en el tan lejano 1957.
No escatimó palabras se quejó respecto a una situación que ha permanecido igual en el tiempo, con sus constantes de miseria, violencia y fraude y, a más de cincuenta años de aquella visita del alumno al maestro, junto a una laguna de reflejos plateados, hay que evocarlo algo triste; pero lúcido y memorioso en todo momento.
Murió en enero de 2001, y a pesar del paso del tiempo, recordamos que, al iniciar la conversación, nos conmovió con estas palabras: “Los indios que, en 1910, eran la tercera parte de la población, hoy constituyen algo menos de un 10 %; sin embargo, en esa minoría aún radica mucha de la belleza, de la magia, de la dignidad y de la gran tragedia de México”.
Se refería no solamente a los cincuenta mil indios rarámuris que habitaban esa región del norte de México, sino a todos cuantos vivían entonces en nuestro territorio, a quienes se refirió como sobrevivientes no de una, sino de mil catástrofes.
“Están dispersos –expresó- en las montañas y en los desiertos, son millones de mexicanos que tienen hambre y viven en la angustia y en la desesperación, víctimas de los invasores y ladrones de sus tierras y aguas; pero todos somos culpables de una situación afrentosa que vacía de sentido cualquier idea que nos hagamos acerca del progreso o de la democracia”.
Al contarnos cómo inició la serie de crónica que tituló “Viaje a la Tarahumara”, destacó que atrás había quedado Chihuahua, su desierto jaspeado como el ala de una codorniz, las parcelas grises, las tierras resecas y solitarias; pero de pronto el mundo verde de los montes apareció con la arbitrariedad milagrosa de un espejismo.
Como nos pasó en este fin de la segunda década del siglo XXI, el profesor Benítez se encontró a cinco grados de latitud y a tres de la latitud que comprende ese vasto fragmento de territorio lleno de barrancas, ríos, llanos y una serranía en la que, con vigor, prosperan los pinos, los encinos y los fresnos, retando al invierno, con las ramas doblándose hacia abajo bajo el peso de la nieve.
“Era la temporada en que las praderas desaparecían y los ríos estallaban en cristales”, rememoraba don Fernando: “Así vi una Sierra Tarahumara tan pródiga en bosques; pero avara en buenas tierras, con una realidad compuesta de pinos audaces y generosos que se empeñaban en cubrir con su manto verde las heridas y las brutales cicatrices de las montañas”.
Emocionado, mirando sus figuras precolombinas de barro colocadas en un librero, al momento puso en sus labios palabras llenas de lirismo y poesía: “Los poderes creadores del constructor de paisajes carecen de límites; sin embargo, todo en la sierra parecía condenado al fracaso, en medio de un universo que se desplomaba”.
Adelantó para nosotros algo que conoceríamos tantos decenios después, al decir que ahí estaban los cañones de Urique, de la Bufa, de La Sinforosa y de las Barrancas del Cobre, que inmovilizan la destrucción en una sinfonía de verdes, ocres y amarillos, en un mundo hundido que desciende hasta las entrañas de la sierra que, sin duda, nos acoge sin pedirnos más.
“Los indios han vivido en sus tierras desde hace cientos de años -dictaminó el profesor Benítez-, y nosotros tenemos cinco siglos de usurpárselas, y por esa sencilla y simple razón ellos tienen más derecho a ellas que el resto de los mexicanos, sea en Chiapas, Oaxaca, Hidalgo, Yucatán o en Chihuahua, siempre infinita y desmesurada, descomunal y grandiosa”.
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