Luis Alberto García / Moscú, Rusia
* Quiso alejarse de los escenarios de la Gran Guerra.
* Encontró a ese país en una crisis que derivaba en caos.
* El imperio español estaba perdido, con una nueva potencia.
* Libreta de viajes editada en 1929, cuando inició su peregrinaje.
* En San Sebastián: frescura, viento y mar le agradaron.
* “Se bebe vino en botijas de cuero crudo”.
Leonardo Padura, en su novela histórica El hombre que amaba a los perros, dedica un capítulo entero a la presencia de Lev Davídovich Trotski en España, debido a que su coprotagonista y futuro homicida, Ramón Mercader, había nacido en Cataluña y, a la edad de 26 años, participó en la defensa de Madrid, asediada por las tropas golpistas de Francisco Franco.
Sin embargo, en el trazo de esas existencias paralelas, no fue en la década de 1930 cuando Lev Davídovich visitó España, sino antes de la Revolución de 1917, tras ser expulsado de Francia e, impresionado por el cosmopolitismo de Madrid, visitó, primero que nada, el Museo del Prado y no quiso dejar de acudir a una corrida de toros, fiesta nacional de la que solamente había oído hablar.
El intelectual y activista ruso encontró una España sumida en una crisis política, social y económica profunda, producto de los enfrentamientos entre liberales y conservadores, el caótico y sórdido reinado de Isabel II, la pérdida de las colonias y a que, en sus primeros decenios, la Primera Guerra Mundial no hizo más que agudizarlo.
A esa coyuntura y a una ideología atrasada, retrógrada, se debió que el gobierno español no viera con buenos ojos la estancia de un revolucionario ruso en el país y mandaron a la policía en su busca con la misión de asegurarse de que abandonase sus fronteras.
Antes de esa expulsión, sin demasiada premura, el político ruso acabó contando su aventura en tierras ibéricas en su libro Mis peripecias en España editado hasta 1929, año de su destierro de Rusia y del comienzo de un peregrinaje que acabaría ocho años después.
“San Sebastián, capital de los vascos. Un mar severo, pero sin malicias; gaviotas, espuma, aire, espacio. El mar, con su aspecto cautivador, parece indicar que el hombre ha nacido para ser contrabandista; pero que circunstancias accidentales le han impedido seguir su destino”.
Así describió Trotski en Mis peripecias en España sus primeras impresiones sobre este país a su llegada en 1916, cuando la Gran Guerra aún no cumplía un año de declarada, tiñendo de sangre los campos de Francia y Bélgica, y la Rusia zarista embarcada en el conflicto, enfrentada a Austria en el frente oriental.
Viajó al País Vasco, a Donostia -en un tren anticuado desde la frontera francesa-, hasta donde había sido acompañado por dos gendarmes atentos y educados-, ciudad le llamó la atención fuertemente.
“Españoles con boina, mujeres con mantilla, en vez de sombrero; más variedad de colores y más gritos que podrían oírse más allá de los Pirineos. Una calle, una plaza y otra vez el mar. ¡Magnífico! Y sin policías. Aquí hay un mar como en Niza. La Naturaleza no es tan dulzona; hay más sal y pimienta. Esto es mejor”, expresó por escrito, con deseos de residir ahí una larga temporada.
Únicamente le desagradó que la indolencia dominara por todas partes por doquier y que en las tiendas se regateara por todo: “Los tenderos –así los calificó- son con psicología mercantil únicamente, los bancos están cerrados y, claro, hay excesiva devoción”.
Y prosigue el relato: “En la cabecera de la cama, en el hotel, colgaba un cuadro ejemplar: La muerte del pecador, en el que figura un diablo con dos cabezas que logra arrebatar la presa a un ángel entristecido, a pesar de todos los esfuerzos del bueno del clérigo”.
Sin caer en análisis sociológicos ni interpretaciones sociales, narró que al dormirse y al despertar, meditó sobre la salvación del alma, y en la mañana, al asomarse al balcón, vio en las calles a los guardias municipales, que no tenían nada de guerreros, sino con bastón y bigoteras tal vez para impresionar.
“Los uniformes de los militares son complicados, producto, por lo que se ve, de una reflexión madura; pero no dan la impresión de seriedad, sino de estar preparados para un desfile o para un baile de disfraces”, narra medio sorprendido.
Desde Euskadi, Lev Davídovich Bronstein viajó a la capital española, donde se vio obligado a entenderse por señas con doña Emilia, la gerente del Hotel París, donde se alojó; pero la mujer no hablaba ningún idioma y aquel extraño extranjero con barbas de chivo debió de parecerle de lo más gracioso.
Trotski abandonó pronto su habitación para recorrer la capital del reino y lo que vio le pareció diferente de lo que conoció en Francia: “Se bebe vino en botijas de cuero crudo –describió-, se habla a gritos y las mujeres se ríen escandalosamente, a carcajadas, hasta que por fin encontré la huella rusa en el corazón de Madrid, o al menos así lo interpreté”.
En una de sus salidas, decenas de guías voluntarios que se ganaban la vida con los visitantes de la ciudad se lanzaron sobre él, atosigando al futuro fundador del Ejército Rojo hasta que este decidió elegir a uno para que hablaba francés, y que simplemente le espantase o alejase a todos los demás.
“El hombre me llevó a ver algunos monumentos de Madrid, me condujo después al puente más alto de la ciudad, y lo elogió por sus comodidades para un suicidio cómodo y nada trágico. Así es el humor de los madrileños. No se toman nada en serio”, escribió.
Almorzó en un restaurante conocido como el Voyageur de Commerce y tomó café en La Universal, donde le sorprendieron las voces desaforadas que daban los españoles para poder comunicarse entre ellos, y por otro lado, aquel judío nacido en una población ucraniana de nombre Yurovka, se deslumbró por la vida nocturna española.
No hay que olvidar que venía de un París en el que cada noche se apagaban las luces para evitar dar pistas a los zeppelines alemanes en sus misiones de bombardeo; pero España se mantenía neutral, ajena al horror de la Primera Guerra Mundial que entraba en su segundo año, aunque con Madrid convertida en nido de espías bastante notables y poco discretos.
“Aquí se vive hasta muy tarde, hasta la una o las dos. Después de medianoche, los cafés están llenos; las calles, espléndidamente iluminados. En Madrid se cena a las nueve o diez. Los teatros se abren entre las diez y las once y terminan a la una de la madrugada”, concluyó Lev Davídovich las originales impresiones de un turista ruso paseando de noche por España.
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