Por Mouris Salloum George
La experiencia mexicana lo demanda: nunca más volver a creer que la grandeza de un país debe ser producto de una simple copia. Nunca más dejar que los saltos espectaculares triunfen sobre el equilibrio y atenten contra el respeto que nos debemos como pueblo.
El mexicano ha sido sometido en las últimas décadas a un tratamiento intolerable, de extrema injusticia para pagar caprichos de administraciones desatendidas de su mandato: grandes franjas de la población quedaron extenuadas, aturdidas, confundidas y perdieron muchos de los rasgos de identidad que definían al conjunto del país.
La destrucción sistemática del orgullo del mexicano se debe, en gran parte, a que no se supo comprender el principio de organización del concepto milenario de República, como jerarquización del manejo de los asuntos públicos, con estructuras responsables ante el poder; cada quien a su obligación.
Un programa gubernamental que impulse la transparente participación democrática y acate la voluntad mayoritaria en la toma de decisiones, disminuya efectivamente los índices de pobreza, desempleo, desigualdad material y logre un reparto equitativo de la riqueza pública, estará operando con orientación nacionalista. De lo contrario, no.
El desarrollo socialmente justo del país debe medirse en términos de tasas crecientes de distribución real del ingreso y de las oportunidades, en lugar de hacerlo a través de la medición del incremento en el PIB, la regulación ficticia de los niveles inflacionarios y las tasas de interés, pues estos son sólo indicadores macroeconómicos, es decir datos esquemáticos; los rankings de bienestar y de felicidad para medir la abundancia sólo se aplican con éxito en el sultanato de Brunei.
Al desarrollo nacionalista no se llega creyendo que la protección indiscriminada de las actividades industriales ensancha socialmente el mercado interno; los bajos niveles de inversión productiva o de interés social, las altas utilidades sin riesgo de competitividad interna e internacional son la pista de despegue de la modernización.
Tampoco se llega permitiendo que el sector tradicional agropecuario subsidie anárquicamente el crecimiento de las macrocefalias urbanas, ni privilegiando la acumulación y posponiendo la distribución. Lamentablemente, el aparato público desmanteló el campo junto con las actividades primarias y produjo errantes y extraños en su propia tierra. En el terreno político y social, creímos que se podía echar a andar sin consecuencias históricas una maquinaria de totalitarismo político para arrollar al adversario hasta reducirlo a su mínima expresión. En función de engrandecer el aparato estatal, multiplicamos burocracias parasitarias, entorpeciendo la solución de las necesidades elementales.
Por soberbia, no tuvimos la suficiente sensibilidad para entender que en el país estaban emergiendo los rostros que siguen exigiendo que el Estado se adecúe a la Nación; llegamos al exceso de centralizar en el Altiplano todas las decisiones, hasta las más insignificantes.
Creímos que la modernización horizontal significaba cumplir con el mandato constitucional, quisimos resolver por medio de la violencia lo que se hubiera salvado por el diálogo y la tolerancia, copiamos modelos políticos extranjeros, creyendo que resolvían las cuestiones que emergen de nuestras raíces. Y aquí estamos: creyendo siempre lo mismo. Mal. Definitivamente, un país no puede ser producto de una copia.
*Director General del Club de Periodistas de México, A.C.
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