Pablo Cabañas Díaz.
Las elecciones legislativas de 1997, cerraron un ciclo de más de sesenta años de gobiernos unificados en México. Una época en la que el presidente mexicano contó invariablemente con mayoría disciplinada de su partido en el Congreso, situación que le garantizó la aprobación de sus propuestas legislativas.
Tres años después se sumó la alternancia en la presidencia.. “Casi de la noche a la mañana –recapitulaba en esos años el teórico italiano Giovani Sartori– un hiperpresidente fue sustituido […] por un presidente relativamente débil”, con facultades legales muy limitadas para implementar acciones de gobierno a través de la legislatura en funciones, es decir, con el apoyo del Congreso.
En la Cámara de Diputados el partido del presidente PRI tuvo mayoría calificada, necesaria para reformar la Constitución, hasta 1988 el 66%, y absoluta hasta 1997 50% más. Mientras que en la Cámara de Senadores mantuvo una mayoría calificada hasta este último año. En la compleja estructura de gobierno mexicano, la relación entre poderes fue relativamente simple durante el régimen autoritario, pues la excesiva concentración del poder en la institución presidencial anuló en los hechos la división de poderes.
Con el presidente Zedillo en 1997, presenciamos el tránsito de una situación política caracterizada por la concentración de poderes en el mismo partido disciplinado, propia de un gobierno unificado, a otra característica de un gobierno dividido, donde por efecto de elecciones más abiertas y competitivas el control de las instituciones se depositó en diferentes partidos.
Durante el periodo comprendido entre 1988 y 1997 el PRI pierde la mayoría calificada de dos tercios en el Congreso, pero conservó la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, lo que le obligó a buscar el acuerdo de al menos otro partido para aprobar cambios constitucionales, situación política que se adecua más a las características de los gobiernos unificados. Cabe señalar que este suceso estaba vinculado a los cambios graduales que se experimentó en los ámbitos electoral y partidista. Los cambios legislativos requieren la construcción de coaliciones multipartidistas, objetivo que pasa por la negociación y el acuerdo entre múltiples actores políticos con capacidad de veto. De esto se desprende que el poder del presidente y su partido se haya transformado, de una posición predominante a un poder esencialmente negativo, tiene la autoridad para evitar un cambio a la legislación existente, pero no podía por sí solo definir el contenido del cambio como en el pasado.
El diseño constitucional mexicano le otorga poderes razonablemente equilibrados al Ejecutivo y el Legislativo. Presidente y legisladores tienen la facultad de iniciar leyes, más no para decidir por solos su aprobación. Cuando el presidente propone el Congreso puede enmendar la iniciativa y aprobarla en sus términos, y el presidente puede vetar, en última instancia, las piezas aprobadas por el Congreso. Cuando el Congreso propone, el Ejecutivo puede vetar el cambio de legislación sólo si su partido cuenta con más de un tercio de los legisladores en alguna de las dos cámaras.
Dada la pluralidad partidista que hubo en ese tiempo en la Cámara de Diputados desde 1997, el Ejecutivo sometió su agenda legislativa, mientras que el Congreso – particularmente los partidos de oposición–, contribuye con la mayor parte de la producción legislativa, de esta forma el Poder Legislativo “recobra su función legisladora después de un largo letargo de subordinación frente al Ejecutivo”. En el plano de la relación entre poderes, en 2005, por primera vez en los años de gobiernos divididos, estuvo en riesgo la implementación del Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF), y con ello se pudo paralizar el funcionamiento básico del gobierno.
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