CIUDAD DE MÉXICO.- El escritor novelista, cuentista, ensayista, editor y catedrático habla de su formación en la UNAM, su alma mater, que dice le concedió un privilegio por partida doble, como dirían los contadores: un deber y un haber. Autor de novelas como Zitilchén (1981), El mismo cielo (1987) Las novela en el Quijote (1989), Charras (1990) Cuentos escogidos (1997), Viaje al corazón de la península (1998) y el El guante negro y otros cuentos (2010), entre otras obras, estudió ingeniería, pero acabó en las letras, donde ha obtenido su prestigio y reconocimientos como el Premio Elena Poniatowska, en 2009.
Ingresé en 1964, cuando la UNAM era, sin duda, la universidad más importante y más prestigiada del país. Hice mi solicitud de ingreso desde el CUM, donde estudié la preparatoria. Para ello tuve que someterme a un riguroso examen de admisión que se llevaba a cabo con toda la formalidad y disciplina académica en la Ciudad Universitaria: el aspirante se sentaba en una mesa-banca donde, tanto los lugares contiguos, así como los de adelante y los de atrás se encontraban desocupados para impedir cualquier posibilidad de copiar o de comunicarse con otros postulantes.
Los aspirantes éramos muchos y no había ni pase automático ni nada que privilegiara a unos sobre otros, de tal modo que los que ingresaban era exclusivamente por haber aprobado el examen y sorprendía ver entre los condiscípulos a estudiantes de todos los orígenes y estratos sociales: de preparatorias particulares y públicas, clase alta, media y baja, de la capital o de provincia y ya en el salón de clase nos percatábamos de que lo que lo único que imperaba, al margen del estrato social o de los orígenes académicos, era el talento personal, la disciplina y la voluntad.
Elegí la Facultad de Ingeniería, entonces considerada como una de las carreras más promisorias para el futuro de México, pues presuntamente se hallaba en pleno desarrollo social y económico y con un destino que esperábamos rico y esperanzador.
Recibí mi carta de aceptación con beneplácito y orgullo. No sé si tenga algún significado pero mi número de cuenta en la Facultad de Ingeniería era el 6400270, inolvidable.
Realicé los trámites requeridos y al inicio del año académico, a finales de enero o principios de febrero, saqué mi tira de materias, elegí grupo matutino y me dispuse a iniciar mi flamante carrera. Pero para ello los que éramos “perros” teníamos que someternos a las “novatadas” organizadas por los alumnos de años superiores que, a su vez, habían tenido que soportar la misma experiencia. En ingeniería las perradas consistían primero en raparnos, luego en llevarnos al “culódromo” a jugar carreras por parejas sobre el techo del auditorio y, a veces, a desfilar por el paseo de las facultades pintarrajeados enchapopotados y cubiertos de plumas. En los pasillos de la Facultad los perros nos identificábamos por el simple hecho de estar pelones.
Ingeniería era una carrera muy solicitada y al mismo tiempo muy difícil y exigente. En los primeros años se cursaban cinco materias: matemáticas, álgebra, mecánica, dibujo y la que era “el coco” de los estudiantes: “geometría descriptiva”. Como éramos muchos durante el primer ingreso tengo la impresión que entre las autoridades había la consigna de deshacerse del mayor número de estudiantes que no dieran el ancho durante los primeros semestres. Y en efecto, había una gran deserción durante los primeros años debido a la dificultad de las materias, a la carga de trabajo y a la exigencia de los profesores, por cierto todos muy profesionales. El primer año de la carrera, para mí, resultó particularmente difícil a pesar de que venía bien preparado de la preparatoria.
Pero junto con los problemas académicos la situación empezó a complicarse dentro de la Universidad. En 1966 se organizó una huelga en contra del rector, Dr. Ignacio Chávez, con el pretexto de abuso de poder, despotismo y autoritarismo orquestada desde el gobierno central mediante un grupo porril que logró echar al doctor Chávez con todo tipo de abusos, agravios e indignas vejaciones. Tras su renuncia, la Junta de Gobierno nombró en su lugar al ingeniero Javier Barros Sierra, que había trabajado como secretario de Comunicaciones y Transportes y que además contaba con un enorme prestigio académico y moral. Llegó 1968. En todo el mundo empezó a sentirse un anhelo de cambio entre los jóvenes y México no fue la excepción. Cuando el Ejército derribó de un bazukazo las antiguas puertas del Colegio de San Ildefonso, donde se había refugiado un grupo de estudiantes huyendo de la policía, el rector Barros Sierra reaccionó y decidió organizar una manifestación en defensa de la Autonomía Universitaria con el respaldo de toda la comunidad: funcionarios, maestros y estudiantes, tanto de la UNAM como del IPN, lo cual no resultó del agrado de la Presidencia. Lo demás ya es historia.
Para mí, el Movimiento Estudiantil de 1968 cambió el rumbo de mi vida, más que política, que la cambió, vocacional. Durante el 68 ya cursaba yo el tercer año de carrera en la Facultad de Ingeniería y entre los propios alumnos se decía entre burlas y veras que “el que llega a tercero ya es ingeniero”. No obstante, a raíz del movimiento mis anhelos se habían ido inclinando imperceptiblemente hacia las humanidades alejándome del área técnica. Pensé en claudicar a la ingeniería, pero una profesora sabiamente me disuadió y me sugirió que optara por solicitar la modalidad única que sólo ofrece la propia UNAM: hacer carrera simultánea.
Nuestra UNAM, siempre generosa, me concedió la oportunidad. Además de Ingeniería Industrial me inscribí a Letras Inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras.
El resultado fue magnífico: terminé ingeniería; me recibí y gracias al apoyo que me brindó la carrera empecé a trabajar en una empresa de consultoría en proyectos de factibilidad durante varios años, lo cual me permitió independizarme económicamente hasta que logré culminar la carrera de Letras.
Llegado el momento yo sabía que tendría que optar por una u otra de mis dos carreras: Ingeniería me ofrecía holgura económica, seguridad y un futuro promisorio. Letras me exigiría apretarme el cinturón, un futuro incierto y reiniciar mi vida con trabajo, tanto académico como profesional. Yo sabía que no se puede servir a dos amos, que la vida es elección y tenía que definirme.
Decidí jugármela: opté por las letras. Cuando finalmente logré recibirme de licenciado en Letras Inglesas decidí renunciar a mi profesión de ingeniero, donde ya llevaba trabajando varios años y no me había ido mal; pero ni manera: el todo por el todo.
La UNAM me ha otorgado dos títulos de licenciatura y uno de maestría. Llevo 46 años ejerciendo como profesor en la Facultad de Filosofía y Letras.
Una confesión: a estas alturas del partido no me arrepiento de mi decisión. De la Facultad de Ingeniería aprendí mucho: principalmente el auténtico e innegable rigor de las disciplinas científicas, el trabajo y esfuerzo de concentrarse –donde uno se pierde en el campo de la abstracción y el tiempo transcurre inadvertido–, la importancia de tratar de comprender a fondo cualquier problema por irresoluble que parezca y la idea de que es mediante la reflexión, el ensayo y el error, la inducción y la deducción, donde se adquiere la capacidad para resolverlos.
Por otro lado, gracias a las letras logré encontrar finalmente mi destino. Bien o mal la meta que me había propuesto no era tan sencilla: ¡no era sólo dedicarme a las letras sino convertirme en escritor!
Todo esto pudo darse gracias a que obtuve el apoyo de una de las instituciones más nobles y generosas que nos brinda nuestro país: nuestra Alma Mater, la Universidad Nacional Autónoma de México.