Pablo Cabañas Díaz
La campaña de José Antonio Meade Kuribreña, se inició con el sostén de Luis Videgaray, entonces poderoso secretario de Relaciones Exteriores y extitular de Hacienda. Meade fue “destapado” frente al cuerpo diplomático acreditado en México como “uno de los hombres más talentosos, más preparados, con una trayectoria impecable”. El destape de Videgaray rompió con las tradiciones que definieron al PRI por décadas, procesos que sus militantes respetaban casi como rituales sagrados. Unas horas después, Videgaray escribió en su cuenta de Twitter que los múltiples elogios a su amigo, compañero de aula y predecesor y sucesor en las secretarías de Hacienda y Relaciones Exteriores habían sido provocados por un malentendido: “No hay que confundir eso con otra cosa.” Pero un tuit no bastó para calmar a la indignada militancia priista ni el revuelo en la opinión pública. Enrique Peña Nieto afirmó que el mensaje de su canciller no era lo que parecía. “Andan bien despistados todos”, dijo.
El “malentendido” y los “despistes” que causaron las declaraciones de Videgaray se hicieron realidad cuatro días después. El 27 de noviembre de 2017, Peña Nieto anunció cambios en su gabinete en un acto frente a los medios de comunicación. Cuando quiso despedir a Meade y desearle el mejor de los éxitos, se equivocó al mencionar la dependencia pública que abandonaba el que horas después se convertiría en el candidato presidencial. Dijo “cancillería”, que en ese momento ocupaba Videgaray, en vez de “Hacienda”, la secretaría que dejaba Meade. Ese también fue un desacierto.
Meade se convirtió en el primer candidato priista a la presidencia haciendo ostentación de que nunca había militado en el PRI. El objetivo, según repitieron columnistas afines a Videgaray, era ofrecer un “rostro ciudadano” alejado de la profunda impopularidad del gobierno de Peña Nieto, que había tocado los niveles más bajos desde que se medían estos índices en México.
Aquel anuncio “malinterpretado” frente al cuerpo diplomático, fue un error de Videgaray, y lo fue más al paso de los días cuando comparó a Meade con el fundador del PRI, Plutarco Elías Calles, porque ambos ocuparon cuatro secretarías en dos gobiernos. Fue una declaración desafortunada si la estrategia era marcar distancia de la denostada administración de Peña Nieto, y tampoco fue oportuna si el objetivo era ganar simpatía entre las bases priistas, que tienen respeto a Plutarco Elías Calles como el fundador del PRI.
“Meade no es priista”, repitieron como su mayor cualidad quienes desde los escritorios de los edificios corporativos promovieron su candidatura. “Meade no es priista”, afirmaban los sectores priistas, a quienes no solo no les convencía el economista y doctor en Yale, sino que consideraban impensable que se tomara en cuenta a una persona que no era militante del PRI. Meade es economista, abogado, doctor por Yale, un tecnócrata exitoso, está casado, es padre de tres hijos, es católico. Pero para la campaña presidencial le faltaba un título en su largo currículum. No era priista y no conocía a sus bases y mucho menos la forma de ser de los priistas
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