Por Pablo Cabañas Díaz
CIUDAD DE MÉXICO.- En 1940, Pablo Neruda había sido nombrado Cónsul en México. Esto le permitió conocer a David Alfaro Siqueiros cuando éste estaba en la Penitenciaría acusado de atentar contra la vida de Trotsky.
Menciona Neruda: “Lo conocí en la prisión, pero, en verdad, también fuera de ella, porque salíamos con el coronel David Pérez Rulfo, jefe de la cárcel, y nos íbamos a tomar unas copas por allí, en donde no se nos viera demasiado. Ya tarde, en la noche, volvíamos y yo despedía con un abrazo a David que quedaba detrás de sus rejas”.
Fue en algunas de esas conversaciones furtivas que Neruda le propuso buscar la manera de liberarlo de esa reclusión que se anunciaba larga. Un año después, un tribunal formado por tres jueces lo absolvió totalmente de la acusación de homicidio.
Siqueiros que ya contaba con cuarenta y cinco años, creyó entonces que podría recuperar su libertad sin condiciones y decidir sobre lo que haría a partir de ese momento, pero no fue así. El coronel Pérez Rulfo lo hizo comparecer ante el presidente de la República, General Manuel Ávila Camacho, quien lo instó a que abandonara el país sobre la marcha. Lo he llamado -le dijo- para pedirle que, al salir en libertad, salga usted inmediatamente del país, porque según todos los informes que tengo, sus enemigos trotskistas lo quieren asesinar y yo de ninguna manera quiero que eso acontezca y menos aún bajo mi Gobierno.
Se trata, por lo tanto, de una medida protectora y de ninguna manera de un destierro. Neruda, mientras tanto, valiéndose de su condición de Cónsul, había estado gestionando la posibilidad de que Siqueiros pudiese venir a Chile, donde podría quedarse un tiempo y trabajar. Fue así como, en ese momento, personalmente estampó una visa en los pasaportes de Siqueiros, en el de su mujer, Angélica Arenal, y en el de su pequeña hija, Adrianita. Todo lo que vino después se volvió muy incierto. El itinerario del viaje parecía muy complicado y desconcertante. Suponía pasar primero a La Habana, después a Matanzas, luego a Barranquilla y finalmente a Panamá, para recién allí ver el modo de seguir hasta Cali y así hasta llegar a Chile.
Todo esto le pareció demasiado sospechoso, llegando a pensar que algo muy malo podría sucederle en el camino. “Estos gringos miserables -escribirá en sus memorias- con el pretexto del caso Trotsky, me van a detener en Panamá para conducirme después a los Estados Unidos, o bien para desterrarme en un pequeño país centroamericano, como por ejemplo, Costa Rica”.
Siqueiros se las arregló para cambiar el curso de su itinerario y pasar a la clandestinidad. Atravesó por tierra todo Colombia, Ecuador y Perú. Cuando pasó por Cali se enteró por los diarios que se comentaba su huida. United Press comunicaba que yo había desaparecido misteriosamente en Barranquilla, y que esto seguramente lo había planeado para evitar las manifestaciones antistalinistas de trotskystas y trotskysantes que me esperaban en el Aeropuerto de Panamá.
Siqueiros se tardó, dos meses, en llegar a Chile después de un largo viaje no exento de dificultades y tensiones. No se sorprendió al llegar a Arica que todavía se comentaba en las agencias cablegráficas sobre su extraño desaparecimiento. Quizás por esta razón fue que se enteró, cuando todavía estaba en Lima, que el gobierno chileno había acordado prohibirle la entrada al país. Pero el artista no tenía alternativa. Había atravesado ilegalmente tres territorios y sólo contaba con la visa que su amigo poeta le había concedido y tenía que llegar a nuestro país a como diera lugar. Desgraciadamente esta gestión significó para Neruda algo nada bueno más tarde.
El Gobierno de Chile -escribirá en sus memorias Neruda- me pagó este servicio a la cultura nacional suspendiéndome de mis funciones de Cónsul por dos meses. El servicio a la cultura al que se refiere es el hecho de haberle propuesto al pintor realizar en la Biblioteca de la Escuela México de Chillan un mural que mostrara la historia de ambas naciones, Chile y México, como partes las dos de una historia común de América Latina.
Una llamada telefónica de Ávila Camacho al presidente Aguirre Cerda, permitió finalmente que el pintor ingresara a Chile. En esa llamada justificaba que el artista no había sido expulsado del país, sino que simplemente iba a cumplir un contrato en Chile. Convinieron en que sería confinado judicialmente en la ciudad de Chillan donde sería vigilado por las autoridades locales. Allí pintaría una obra en la escuela que se reconstruía con aportes del Gobierno de México, el que había solidarizado con nuestro país cuando dos años antes, en 1939, la ciudad había sido terriblemente destruida por un violento terremoto que dejaría unas 30 mil víctimas. Fue así como se dio a la tarea de componer ese extraordinario mural que llevaría por nombre Muerte al Invasor y que resultaría ser una suerte de “oratoria pictórica” como el propio pintor acostumbraba a llamarlo.
Dos años y medio después regresó a su patria en forma semioculta no sin antes pasar a La Habana donde se quedó por dos meses. Nadie que hubiera conocido a Alfaro Siqueiros habría podido permanecer indiferente a su poderosa naturaleza y a su ímpetu instintivo. Criticado, perseguido y temido, Siqueiros se lanzó siempre a la hoguera que no dejó nunca de atizar con el fervor de un místico y con toda la imprudencia de su audacia.
A sus sesenta y cuatro años en 1960, es nuevamente arrestado; será la última. Esta vez es condenado a ocho años de reclusión. Por indulto presidencial permanece la mitad del tiempo. Allí el pintor combativo y polémico se encontró de pronto con la asfixiante estrechez de la cárcel que no estaba ya en edad de soportar. Un autorretrato que por entonces realiza, lo muestra surcado por hondas arrugas, con los labios caídos, pero esbozando una irónica sonrisa. En sus cabellos sueltos y abundantes parece afirmar que, a pesar de todo, todavía corren por su cabeza vientos de próximos huracanes. Decide entonces emprender la vertiginosa aventura de agrandar la celda por el milagro de la imaginación. De los numerosos cuadros que fueron saliendo a la calle en busca de la luz, hay uno en el que pintó su propia celda, pero convertida en la grandiosa pantalla de sus visiones. Fue proyectando sobre los fantasmagóricos muros, los extraños seres que poblaban su cabeza.
Sueña su celda como una inmensa Capilla Sixtina, cuyas formas se alargan y entrelazan en un torbellino sin fin, hasta hacernos recordar las primeras etapas de la formación de la vida y adivinar allí, de pronto, la presencia del hombre. En ese pequeño cuadro está todo el germen del Polyforum, esa gigantesca obra que hiciera poco después de salir de la Penitenciaria.
En el Polyforum dio el artista forma al sueño que alimentó en la cárcel y fuera de la cárcel, de crear un mural sin fin que cubriera por dentro y por fuera las paredes y las bóvedas de una arquitectura creada para él. Es un mural pintado, esculpido, vuelto volumen y oquedad, capaz de unir el espacio y el tiempo que, desde la calle, como las antiguas pirámides, pudiese afirmar la fe del arte y de un artista extraordinario en los destinos del hombre.