Fernando Irala
CIUDAD DE MÉXICO.- En la época prehispánica nuestros antepasados veneraban, celebraban, convivían con la muerte.
Luego se volvió festividad sincrética. Hasta la fecha. Hay ahora incluso el culto a la “Santa Muerte”, un extraño rito cada vez más frecuente, producto de la era de violencia y criminalidad que vivimos desde fines del siglo pasado y lo que va de éste.
Este año pasaremos el Día de Muertos sin visita a los cementerios, el escenario natural de la evocación mortuoria.
Efectos de la pandemia, fenómeno que, por otro lado, ha generado que a lo largo del año los servicios fúnebres sean el sector de mayor actividad, luego –por supuesto— de la atención hospitalaria y de la industria farmacéutica.
Como si faltara la redundancia, se ha declarado el extendido fin de semana como periodo de luto nacional. Ya se había hecho hace poco, en que un mes entero se proclamó luctuoso.
El mundo vive altas y bajas alrededor de la pandemia, pero en México una absurda mezcla de indiferencia, incredulidad y desconcierto ha dado el resultado inevitable: un contagio sostenido, un virus que no cede y unas cifras que no bajan.
Las cuentas oficiales consignan más de noventa mil muertos, aunque se admite la sospecha de que vamos ya en más de cien mil, y los expertos independientes hablan de más del doble de esos números.
De luto en luto cerraremos el año, en ese estilo tan mexicano de apapachar a la muerte sin guardarle una sana distancia. Lo cual puede ser parte de la idiosincrasia nacional, pero es inadmisible como estrategia de gobierno.
Del puente de muertos saltaremos alegremente a los del “Buen Fin”, que esta vez resulta un nombre entre irónico y mordaz.
En todo caso, la sucesión de fechas nos recuerda el viejo dicho: “El muerto al foso y el vivo al gozo”.
Sólo habría que recordar que la muerte no se ha ido –en realidad nunca se va, es la única certidumbre— y que habría que tenerle un poco más de respeto, en defensa propia. ¿O no?