Luis Alberto García / Sapporo, Japón
* Sin planes ni estrategias, Rusia apostó a perder ante Japón.
* Theodore “Teddy” Roosevelt fue mediador en ese conflicto
* Las consecuencias fueron nuevos procesos bélicos en el siglo XX.
* ¿Cómo era un imperio gobernado por autocracias zaristas de tres siglos?
* Lecciones de Paul Kennedy, autor de “Auge y caída de las potencias”.
* “Estrategia y Diplomacia: (1870-1945)”, otro libro del autor inglés.
A finales de mayo de 1905, una vez que se conocieron las cifras del desastre naval de la batalla naval de Tsushima en la que fue hundida y prácticamente destruida la II Flota del Pacífico del imperio zarista de Nicolás II, Rusia y Japón estaban dispuestos a terminar con la Guerra Ruso-Japonesa.
La iniciativa que puso a los bandos beligerantes alrededor de la mesa de negociaciones fue concebida por el presidente de Estados Unidos, Theodore “Teddy” Roosevelt, quien ya había tomado Panamá y Cuba para su país, y que posteriormente recibiría el Premio Nobel de la Paz por tan valientes esfuerzos.
Nadie podía imaginar entonces que las ondas de choque producidas por esa paz, que certificaba la victoria de una potencia asiática contra una aparentemente poderosa nación europea, tendrían como consecuencia y llevarían a un nuevo proceso de conflictos trágicos y letales que marcarían el siglo XX.
¿Cuál era la situación de la Rusia del zar Nicolás II meses antes de recibir la inesperada y sorpresiva declaración de guerra del representante de la dinastía Meiji de Japón, el emperador Matsuhito?
Las circunstancias militares eran problemáticas y, como ya había ocurrido, habría que dar un salto al pasado, a 1812 cuando Napoleón Bonaparte invadió Rusia y venció, pero no convenció al tener que huir del frío y de la persecución de los soldados del príncipe Mijaíl Kútuzov, reclutados en medio del caos y en su condición de siervos de la autocracia y de los riquísimos parásitos que la componían.
En su mayoría, el Ejército ruso de entonces –y posteriormente- eran legiones de campesinos pobres y desarrapados que, movilizados por la fuerza, difícilmente podían ser considerados los mejores para combatir en las guerras modernas que, con el tiempo, pronto se vendrían encima.
Rusia estaba atrasada en todos los aspectos, y en fecha tan tardía como ese 1904 en que el emperador Matsuhito declaró la guerra al imperio de Nicolás II, solamente el 20 % de la población sabía leer y escribir, porcentaje que era mucho más bajo que el de cualquiera otro país europeo en el siglo XVIII.
Paul Kennedy, investigador inglés autor de “Auge y caída de las grandes potencias” y de “Estrategia y Diplomacia”, apunta que habría que llegar a conclusiones sombrías cuando se examina la falta de sistemas ferroviarios estratégicos y la nula planificación de las movilizaciones militares por parte de los regímenes de los zares Alejandro II, Alejandro III y Nicolás II entre 1855 y 1917.
En la contienda contra Japón en 1904 y 1905, para cruzar de Moscú a Vladivostok en más de diez días, se utilizaban locomotoras que funcionaban con carbón, petróleo o madera, complicando la logística militar, el abastecimiento y la sanidad.
A ello se añadía que, en el plano técnico, las máquinas y los vagones en tiempos de paz eran totalmente diferentes a los usados en tiempos de guerra por los despliegues a distancias descomunales, entre estepas, ríos, lagos y montañas.
Al estallar la Guerra Ruso-Japonesa, las fuerzas armadas del zarismo tenían que ser transportadas por personal poco capacitado y analfabeta y no por trabajadores especializados en ferrocarriles militares, sin que los oficiales tuvieran la más mínima idea de lo que se debía hacer.
“Este catálogo de problemas -anota Kennedy-, podría extenderse hasta la saciedad, y por ejemplo, las cincuenta divisiones de infantería que fueron enviadas a combatir a Port Arthur, Mukden y Nanshan en Manchuria, requerían de vías de comunicación fáciles y expeditas; pero nada de eso existía entonces, complicando así toda aspiración de vencer”.
Debido a lo atrasado y obsoleto de los sistemas de transporte y a las funciones de policía interna desarrollada por jefes militares ignorantes, miles de efectivos no podían ser considerados soldados de primera para tiempos de guerra, y aunque las cantidades de dinero eran millonarias -en rublos y kópecs- éste no alcanzaba para alimentar y vestir ni decente ni adecuadamente a los combatientes.
Como lo exigía el almirante Zinovi Rozhentsvenski, comandante de la II Flota del Pacífico cuya misión era recuperar Port Arthur tomado por los japoneses, la Marina requería de un nivel mucho más alto de instrucción y de maniobras tácticas frecuentes para que los combatientes fueran certeros en sus disparos contra los blancos enemigos.
Las actitudes del zar, de sus asesores inútiles y su corte frívola estaban teñidas de un desprecio no disimulado, y lograr algunas mínimas ventajas a favor de los soldados que luchaban en la Rusia oriental en circunstancias que a la aristocracia no le importaban, también eran normales, comunes y corrientes.
Para Paul Kennedy, las únicas preocupaciones de esa cáfila de zánganos era que, eso sí, fueran afectadas sus rentas, su número de siervos, sus privilegios y la tranquilidad del zar y su amplia y riquísima familia: tíos, primos, cuñados y más parentela con títulos nobiliarios ganados sin mérito alguno.
En ese escenario, Rusia carecía de cuadros competentes que hicieran operar buenos sistemas administrativos -como en Alemania, Inglaterra, Francia y Suiza-, sin que el poco afortunado país mal construido bajo el signo del autoritarismo fuese considerado un Estado fuerte, y sin embargo, dadas las tendencias de su rivalidad con Japón, fue capaz de lanzarse a hacer una guerra que de antemano estaba perdida.
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