Miguel Ángel Sánchez de Armas
Dice Christopher Hitchens que si Lenin no hubiera acuñado la máxima “el corazón en llamas y el cerebro en hielo”, esta habría sido el lema heráldico de George Orwell, “cuya pasión y generosidad sólo fueron superadas por su desprendimiento y reserva”.
Setenta años después de la muerte de este periodista, escritor y luchador social indio-inglés, su obra pervive como testimonio de una generación, no perdida como supondría Gertrude Stein, sino dolorosamente consciente de su tiempo.
A la pluma de Orwell debemos textos que contribuyeron a descubrir el verdadero rostro del “socialismo” estalinista y que se alzaron contra la barbarie que azotó como vendaval de invierno al mundo en la primera mitad del siglo pasado.
“Mientras escribo, hombres altamente civilizados vuelan sobre mí empeñados en reducirme a cenizas”, escribió en uno de los ensayos más lúcidos sobre el frenesí exterminador nazi durante los bombardeos en Londres.
Y en otro texto memorable, hizo que uno de sus personajes, un cerdo dotado de cualidades humanas, lanzara la consigna que sigue animando a corrientes políticas por doquier, incluyendo las que medran en el entorno mexicano:
Todos somos iguales… ¡pero unos son más iguales que otros!
La fuerza de Orwell, nacido Eric Arthur Blair en Motihari, India, en junio de 1903, es la lengua. Vivió con la convicción de que el mundo se puede cambiar y que si herramienta poderosa es la letra escrita —bruñida y dura como la obsidiana— en ocasiones el autor debe empuñar un fusil. Como nuestro Martín Luis Guzmán, Blair-Orwell estuvo en las trincheras y más de una vez tuvo de frente a la muerte, pues se veía a sí mismo como combatiente tanto en el fragor de la batalla como con las armas de la tinta y el papel en las manos.
En 1946 publicó un ensayo sobre la relación de la política y la lengua que es un clásico del pensamiento político y la literatura del siglo XX, lamentablemente desconocido en nuestros tiempos. Se titula «La política y el idioma inglés», pero su mensaje se aplica a cualquier lengua y a cualquier pueblo. Lejos de alumbrar el camino a una sociedad más igualitaria y democrática, el «lenguaje de la política» pareciera levantar muros y colocar obstáculos.
Esto lo vemos por doquier, en el mundo “industrializado”, en el segundo, en el tercero, en el cuarto, en las democracias y en las dictaduras.
Es desolador recordar y comparar. Si desde Demóstenes a Pericles hasta Churchill y King una pléyade de pensadores ilustres -entre ellos nuestro Servando Teresa de Mier- movieron al mundo hacia horizontes mejores, hoy, ni con la lámpara de Diógenes encontramos herederos. Nuestra política vive inmersa en una brutal mediocridad.
Comparto algunos fragmentos del ensayo de Orwell tomados de la traducción de Alberto Supelano publicada en la gran revista colombiana El Malpensante. El lector puede sustituir la palabra «inglés» por español, chino, armenio, burundi, griego o latín. El resultado será igual de impresionante.
“La mayoría de las personas que de algún modo se preocupan por el tema admitiría que el lenguaje va por mal camino, pero por lo general suponen que no podemos hacer nada para remediarlo mediante la acción consciente.
Nuestra civilización está en decadencia y nuestro lenguaje —así se argumenta— debe compartir inevitablemente el derrumbe general. Se sigue que toda lucha contra el abuso del lenguaje es un arcaísmo sentimental, así como cuando se prefieren las velas a la luz eléctrica o los cabriolés a los aeroplanos. Esto lleva implícita la creencia semiconsciente de que el lenguaje es un desarrollo natural y no un instrumento al que damos forma para nuestros propios propósitos.
“Ahora bien, es claro que la decadencia de un lenguaje debe tener, en últimas, causas políticas y económicas: no se debe simplemente a la mala influencia de este o aquel escritor. Pero un efecto se puede convertir en causa, reforzar la causa original y producir el mismo efecto de manera más intensa, y así sucesivamente.
“[…] El inglés moderno, en especial el inglés escrito, está plagado de malos hábitos que se difunden por imitación y que podemos evitar si estamos dispuestos a tomarnos la molestia. Si nos liberamos de estos hábitos podemos pensar con más claridad, y pensar con claridad es un primer paso hacia la regeneración política: de modo que la lucha contra el mal inglés no es una preocupación frívola y exclusiva de los escritores profesionales.
“[…] El escritor tiene un significado y no puede expresarlo, o dice inadvertidamente otra cosa, o le es casi indiferente que sus palabras tengan o no significado. Esta mezcla de vaguedad y clara incompetencia es la característica más notoria de la prosa inglesa moderna, y en particular de toda clase de escritos políticos. Tan pronto se tocan ciertos temas, lo concreto se disuelve en lo abstracto y nadie parece capaz de emplear giros del lenguaje que no sean trillados: la prosa emplea menos y menos palabras elegidas a causa de su significado, y más y más expresiones unidas como las secciones de un gallinero prefabricado.
“A continuación enumero, con notas y ejemplos, algunos de los trucos mediante los que se acostumbra evadir la tarea de componer la prosa:
“Metáforas moribundas. Una metáfora que se acaba de inventar ayuda al pensamiento evocando una imagen visual, mientras que una metáfora técnicamente ‘muerta’ (por ejemplo, ‘una férrea determinación’) se ha convertido en un giro ordinario y por lo general se puede usar sin pérdida de vivacidad. Pero entre estas dos clases hay un enorme basurero de metáforas gastadas que han perdido todo poder evocador y que se usan tan sólo porque evitan a las personas el problema de inventar sus propias frases.
“[…] Palabras sin sentido. En ciertos escritos, en particular los de crítica de arte y de crítica literaria, es normal encontrar largos pasajes que carecen casi totalmente de significado. Palabras como romántico, plástico, valores, humano, muerto, sentimental, natural, vitalidad, tal como se usan en crítica de arte, son estrictamente un sinsentido, por cuanto no sólo no señalan un objeto que se pueda descubrir, sino que ni siquiera se espera que el lector lo descubra.
“Como he intentado mostrar, lo peor de la escritura moderna no consiste en elegir las palabras a causa de su significado e inventar imágenes para hacer más claro el significado. Consiste en pegar largas tiras de palabras cuyo orden ya fijó algún otro, y hacer presentables los resultados mediante una trampa.
“El atractivo de esta forma de escritura es que es fácil. Es más fácil —y aun más rápido, una vez que se tiene el hábito— […] Si usted usa frases hechas, no sólo no tiene que buscar las palabras; tampoco se debe preocupar por el ritmo de las oraciones, puesto que por lo general ya tienen un orden más o menos eufónico.
“Muletillas como ‘una consideración que debemos tener en mente’ o ‘una conclusión con la que todos estaríamos de acuerdo’ ahorran a muchos una expresión cuya construcción les produciría un síncope. El empleo de metáforas, símiles y modismos trillados ahorra mucho esfuerzo mental, a costa de que el significado sea vago, no sólo para el lector sino también para el que escribe.
“[…] En nuestra época es una verdad general que los escritos políticos son malos escritos. Cuando no es así, el escritor es algún rebelde que expresa sus opiniones privadas y no la ‘línea del partido’.
“La ortodoxia, cualquiera que sea su color, parece exigir un estilo imitativo y sin vida. Los dialectos políticos que aparecen en panfletos, artículos editoriales, manifiestos, libros blancos y discursos […] varían, por supuesto, entre un partido y otro, pero todos se asemejan en que casi nunca emplean giros de lenguaje nuevos, vívidos, hechos en casa.
“Cuando un escritorzuelo repite mecánicamente frases trilladas en la tribuna […] se tiene el extraño sentimiento de no estar viendo a un ser humano vivo sino a una especie de maniquí: un sentimiento que se torna más intenso en los momentos en que la luz ilumina los anteojos del orador y se ven como discos vacíos detrás de los cuales no parece haber ojos.
“Y esto no es del todo imaginario. Un orador que emplea esa fraseología ha tomado distancia de sí mismo y se ha convertido en una máquina. De su laringe salen los ruidos apropiados, pero su cerebro no está comprometido como lo estaría si eligiese sus palabras por sí mismo. Si el discurso que está haciendo es un discurso que acostumbra hacer una y otra vez, puede ser casi inconsciente de lo que está diciendo, como quien entona letanías en la iglesia. Y este reducido estado de conciencia, aunque no es indispensable, es de todos modos favorable para la conformidad política.”
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