CIUDAD DE MÉXICO, 1 de agosto (AlmomentoMX).- Bajo el sello de sello de Grijalbo y Penguin Random House Grupo Editorial, Grijalbo, llega la nueba obra de José Luis Trueba Lara, “La patria y la muerte”, los crímenes y horrores del nacionalismo mexicanos. Tras la brutalidad de la Revolución, los sobrevivientes necesitaban una esperanza y el nacionalismo se la dio. Pero a un costo altísimo: muerte y mentira.
El discurso oficial asienta que el amor a México es obligatorio, eterno, inamovible y perfecto. No es así. El actual nacionalismo mexicano es una invención posrevolucionaria, fomentado para crear un sentido de unidad y de propósito tras la matanza vivida entre 1910 y 1917. Y eso es lo de menos. Ese patriotismo fue una excusa para perpetrar algunas de las peores atrocidades que se han cometido en suelo patrio. Discriminación, racismo, clasismo y exclusión son sus caras menos oscuras. Las peores se llaman odio, expulsión, destierro, asesinato y genocidio. Esta obra señala el negro camino que ha seguido la devoción hacia México y la impunidad de la que ha gozado. Hoy, como nunca, se vuelve necesario reflexionar sobre el tema de esta obra: ¿a qué delirios nos puede llevar el nacionalismo desatado?
Aca un breve extracto de la obra:
A finales de los años treinta del siglo pasado, la gran creación casi estaba terminada: México y los mexicanos habían sido inventados por los caudillos y su régimen autoritario. La gente, a pesar de los horrores que ocurrieron durante casi dos décadas de balaceras, saqueos, violaciones y epidemias, ya asumía como verdaderos los mitos que le otorgaban una identidad y le revelaban la tierra prometida que, ahora sí, estaba a la vuelta de la siguiente esquina. El tigre que en 1910 había soltado Panchito Madero no fue poca cosa: cerca de un millón de personas besaron a la huesuda, y los sobrevivientes de la gran rebelión necesitaban un clavo para agarrarse. Para seguir vivos y cuerdos, necesitaban una esperanza. Las matanzas no podían ser en vano.
Después de 20 años de prédicas, leyes estrambóticas y acciones terribles, era claro que los caudillos no podían estar equivocados: el pueblo tenía que ser idéntico a las imágenes que brotaban de sus sueños. Las marcas de la guerra ya habían sido cuidadosamente borradas o se transformaban en parte del drama que justificaba los sacrificios que se tuvieron que realizar para llegar al final de la historia, al edén donde el mexicano doliente y jodido por fin sería recompensado gracias al extraño sentido de la justicia que animaba al nuevo régimen que, por supuesto, se revelaba como un ogro filantrópico. Costara lo que costara, la Revolución (con mayúscula, como debe ser en estos casos) terminaría por hacerles justicia a todos los mexicanos gracias a los hombres todopoderosos que podían sanar sus almas, y operar los milagros que fueran necesarios para redimirlos. El recuento de los daños vendría más tarde.
La ruta al paraíso era clara y los caudillos mesiánicos la señalaban en sus discursos que siempre guardaban silencio sobre los hechos terribles. Según ellos y sus empleados más leales, la revolución había corrido por cuenta de los grandes hombres que guiaban al pueblo irremediablemente vestido con manta blanquísima, sombreros inmensos y cananas terciadas. Esos valientes —que merecían el bronce, el corrido y una foto de los Casasola— siempre estaban acompañados por las soldaderas que, tal vez sin saberlo ni imaginarlo, se convertían en el más puro ejemplo de la mujer mexicana. Una hembra enrebozada que, además de echar las tortillas, se jugaba la vida con su Juan con tal de llegar a la tierra que mana leche y miel.
En aquellos años, el mito de la revolución también había sido creado y la historia se convertía en una narración casi idéntica al Éxodo: un pueblo elegido que era liberado del terrible faraón que lo esclavizaba sin miramientos. Sin embargo, esta novela no era del todo nueva: los mexicanos ya habían estado en manos de otros faraones y siempre aparecía un nuevo Moisés que estaba dispuesto a llevarlo a la tierra de la gran promesa. En algún momento Hidalgo, Morelos, Juárez, Díaz y los caudillos de la gran rebelión se habían enfrentado a los egipcios y todos se postraron ante la zarza ardiente que les reveló el futuro perfecto: el país independiente que le haría justicia al sueño del cuerno de la abundancia, la nación que rompía con la Iglesia y seguía la ruta de los gringos, el lugar donde el orden y el progreso avanzarían sin límites y, por supuesto, el México de la redención que sería adornado con la retórica de barriada. Si la realidad mostraba otra cosa, era claro que ella estaba completamente equivocada. El país sólo podía ser como lo imaginaban los caudillos.
JOSÉ LUIS TRUEBA LARA
Filósofo y politólogo. Se ha desempeñado como profesor universitario, escritor, editor y divulgador. Ha publicado más de 30 libros sobre historia, política, divulgación de la ciencia, reportaje y narrativa. Como periodista ha colaborado en El Nacional, unomásuno y La Jornada. Entre sus novelas destacan La derrota de Dios y Lobo cimarrón, de sus cuentarios le gusta Rumor de luz, y sus ensayos predilectos son Miedo absoluto y los que ha publicado sobre la comida y el arte mexicano. También ha incursionado en la literatura juvenil.
AM.MX/fm
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