Por: Lizbeth Woolf Anderson
Secó su cuerpo con una afelpada toalla y se puso encima una bata de seda roja. Salió del baño y se sentó en el taburete que está frente al tocador. Tomo una crema reafirmarte para glúteos y piernas y procedió a ponérsela, para lo cual se puso de pie y subió primero el pie izquierdo para frotar la crema en esa extremidad y luego la otra. Se puso una panti de encaje en color negro y se la ajustó. Tomo unas medias de red color negras con liga de silicon para sujetarlas en el muslo sin necesidad de liguero. Se abrió la bata para poder aplicar la crema reafirmante de busto dando un masaje circular en cada uno de ellos, primero en el sentido de las manecillas del reloj y luego de manera contraria.
Se quitó la bata y se puso un sostén de media copa de encaje, también negro, que levantaba y juntaba su busto. Se colocó la bata y se vio en el espejo. Observó bien como le ajustaban las medias y la panty y que decir del bra 36B que llenaba a la perfección. Notó que tenía que bajar unos kilos para verse mejor y por ello, se puso una faja para afinar su cintura. Sobre el tocador estaba una falda de licrapiel en color negro, la tomó y se la puso. Allí mismo estaba una blusa traslúcida de seda color crema y se la puso.
Al observarse en el espejo le gustó el reflejo que veía.
Se puso unas pantuflas y salió del cuarto hacia la cocina para prepararse una tasa de café. Regresó a la recamará y se sentó frente al espejo. Recogió su pelo con una liga para hacerse una coleta y poder maquillarse.
Eligió una base de maquillaje en el color más parecido a su tono de piel y con una esponja procedió a colocarla. Luego tomó los correctores para definir el contorno de su rostro. Poco a poco su imagen fue cambiando, tomando ese aspecto que tanto le gusta.
Unas medias, una faja, un brassier…
Como un flashazo vino a su mente todo ese proceso por el que ha pasado desde que decidió ponerse su primera prenda femenina.
Tenía escasos doce años y un día que estaba solo en casa sin nada que hacer. Se encontró con las prendas femeninas de su tía y de su madre en el cesto de la ropa sucia. La textura de las fajas, de las medias, del brassier lo impactaron. Sin dudarlo un momento, se desnudó y procedió a ponerse primero la faja calzón con liguero; luego las medias que ajustó con el liguero y, posteriormente, el brassier.
Era imposible poder llenar las copas del bra, por lo que utilizando su ingenio para dar las formas femeninas, acertó a utilizar unas playeras. Allí mismo había una falda color azul marino y una blusa blanca que sabía eran de su tía, se las puso y, temblorosamente caminó hasta el ropero para finalmente encontrarse con su reflejo en el espejo. Cuando se miró quedó sorprendido. ¡Se veía bien! Desde ese día, cada vez que estaba solo en casa, se vestía con las ropas de su mamá y de su tía.
Vio sus ojos en el espejo y no pudo evitar hacer una mueca de sonrisa.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde esos días…?
En la pláticas familiares y con amigos, los comentarios acerca de los homosexuales no eran nada favorables, así que se espantó y dejo de hacerlo por un buen tiempo. Decidió probar con los deportes, el fútbol y el fútbol americano. Pero allí, descubrió algo que lo sacó mucho de onda. Tras las practicas, todos se bañaban juntos en las regaderas de los vestidores, por lo que podía ver a sus compañeros de equipo totalmente desnudos y notó que se ponía nervioso al verlos. No sabía que estaba pasando y lo sepultó en lo más profundo de su corazón a los 17 años.
Se estaba coloreando los párpados con un tono gris oscuro cuando recordó que cuando tendría como 18 años volvió a sentir esa necesidad por poder vestirse con las ropas de su tía y de su madre y lo hizo.
Por ese entonces ya tenía sus ingresos propios y la moda de esos años le permitía poder usar los pantalones de mezclilla super ajustados, con botas largas y playeras de cuello ruso.
Un día escuchó que sus amigos comentaban de un lugar en la Zona Roza que se llamaba El Famoso 41, que estaba en la calle de Hamburgo. Un sábado decidió ir. Ese día, recuerda, se puso un pantalón de mezclilla blanco, ajustadísimo, con una blusa unisex color lila y sus botas negras largas. Tomó a escondidas un labial, unas sombras, un maquillaje en polvo y un rímel y los guardó en un morralito que usaba.
Al llegar al Famoso 41, dudó. Pero, tras tomar una larga bocanada de aire, decidió entrar. Se dirigió directamente al baño y encerrado en uno de los excusados, procedió a maquillarse como la había visto hacer a su tía. El resultado final no fue lo mejor que esperaba, pero notó que no se veía mal, pues su cabello largo cubría cualquier error imaginario o real.
Salió y tomó asiento en uno de las mesas. Al poco tiempo entró lo que para él era una belleza de mujer, alta —mediría casi 1.90 metros con todo y tacones—. Vestía un conjunto de minifalda y saquito color azul pavo de ante y una blusa en un color azul celeste. Las botas de ante del mismo color. Su cabellera era negra larga y ondulada. Pasó su mirada por el local y al verla se acercó y se sentó a su lado.
—Hola amiga, cómo estás. ¿No te había visto antes, es la primera vez que vienes?
—Sí, es la primera vez— contestó en casi un susurro.
—Pues no te ves mal, pero hay que trabajar un poco más en ese maquillaje— y tomó una servilleta para corregir algunos detalles. —Ya, así está mejor.
—Gracias, pero es que, me he de ver muy grotesca.
—Ay nena, ¿qué dices? Te ves bien. Estás muy jovencita. Además, recuerda que no hay mujer bella. ¿Cuántos tienes unos 17… 18 años?
—Sí, 18.
—¡Ay, pues cuidado!, porque aquí puro lobo rapaz, eh.
—No me asustes.
—No te preocupes, conmigo estás a salvo. Mi nombre es Lorena y tú.
—Pues no sé, me llamo Juan
—Ay, nena, cómo Juan. A ver, a ver, creó que sería mejor Jennifer.
—Bueno si tú lo dices.
Ese sábado la pasó todo el tiempo junto a Lorena, quien cuidó que no le fuera a pasar nada y que nadie se propasara con ella.
Pasadas las tres de la mañana decidió que ya tenía que regresar a su casa. Pasó al baño para lavarse la cara y salir a tomar un taxi que la llevara.
Se estaba colocando las pestañas postizas cuando recordó que no volvió a ir al El Famoso 41 por mucho tiempo, a pesar de la promesa que le hiciera a Lorena para volver a la siguiente semana.
Me gustaría verte vestido de mujer
Pasó mucho tiempo y se vestía solo en contadas ocasiones. Aún tenía muchas dudas y miedos, por lo que trató de llevar una vida de lo más “normal” posible, teniendo un par de novias en ese tiempo.
Sus principales dudas consistían en saber ¿si era normal lo que estaba sintiendo?, ¿si era normal eso de querer ser otra persona? ¿Quizás con eso estaba enfrentando las recriminaciones de su madre al decirle que era idéntico a su padre y, por eso, quería ser otra persona?
Y sus miedos… ¡ay, sus miedos! Tenían que ver con el rechazo de las personas, la burla y los comentarios homofóbicos de sus familiares. Pero, lo que le hubiera encantado saber era si su madre lo habría entendido y apoyado si tan solo se hubiera atrevido a contarle.
Y luego, conoció a Layla Nena quien se convirtió en su novia. Recuerda que un día estando en al auto platicando ella le comentó que le gustaban mucho sus ojos y que le gustaría poder verlos maquillados. Él se sorprendió pues pensó que a lo mejor era notorio que tenía ese tipo de gustos. Como un juego de jóvenes, dejó que ella le maquillara uno de sus ojos y le dijo que se veía muy bien. Pero lo que más le sorprendió fue su propuesta: “Me gustaría verte vestido de mujer”.
Recuerda que casi se ahoga con su propia saliva. Ella le propuso que podrán hacerlo la próxima vez que fueran al hotel. Él le tomó la palabra a María y le dijo que a lo mejor se llevaría una gran sorpresa.
Ese día llegó y él llevaba una maleta deportiva con algunas cosas. Le pidió a Layla Nena que se quedara sentada en al cama y le puso un mascada para taparle los ojos. El entró al baño y procedió a maquillarse. Luego se puso una panty roja, un bra negro, unas pantimedias color natural, una minifalda blanca y una blusa negra. Había conseguido unas zapatillas blancas de tacón bajo. Tomó profundamente aire y lo dejó escapar poco a poco. Salió del baño y le dijo a Layla Nena que ya podía quitarse la mascada de los ojos.
Cuando lo vio, no daba crédito a lo que veía. Se quedó por unos momentos con la boca abierta y las manos cobre su pecho.
—No manches…te ves divina.
—Gracias.
—Ven acá mamacita, a mí no te me escapas. Se acercó a ella y se fundieron en un apasionado beso. Ese día el descubriría una nueva faceta de su novia y una nueva de él.
Soltó una fuerte carcajada y encendió un cigarro. Expulsó el humo hacia el reflejo de su imagen en el espejo.
—Sí, esa fue la primera señal. Layla Nena siempre fue lesbiana, pero siempre estuvo encerrada en el clóset como él.
—Bueno no puedo negar que todo el tiempo que pasamos juntos o juntas fue algo maravilloso, claro con su baches como en todo. Pero con ella fue que crecí como mujer. Ella fue la que me rebautizo de Jennifer a Lizbeth. Lizbeth por Liz Taylor, pues decía Layla que se parecía a la actriz en su actuación en la película “Quien le teme a Virginia Woolf”, a lo que ella le agregó el Woolf por lo de la escritora Virginia Woolf y Anderson por una queridísima amiga que la apoyó mucho.
—¿Cuántas veces salimos al Spartacus juntas? Las reuniones con el grupo de chicas que formamos y nos reuníamos cada 15 o 20 días en nuestra casa. Las compras juntas de ropa, lencería, zapatillas y maquillajes. Hasta que ella decidió salir del clóset y buscar su rumbo. Ella, muchas veces le insistió en iniciar su proceso de transición, pero no aceptó por prejuicios familiares, de amistades y de trabajo.
La separación fue inminente. Hoy Layla está casada con su nueva mujer y Liz, tras un periodo de duelo está viviendo sola.
La Madre de las vestidas
—Decidí vivir mi travestismo de manera libre, aún no estoy segura de salir del todo del clóset, pero no sé, quizás en algún momento, después de todo Felicia lo hizo casi a los 70 años. Hoy lo disfruto más, tengo amigos que lo entienden, salgo de vez en cuando a reuniones con otras chicas y también por qué no, me he dado algún gusto con hombres.
Sentada frente al espejo del tocador, miró su imagen reflejada y comprobó que no hubiera ningún detalle fuera de lugar. Tomó un frasco de esmalte para las uñas en color rojo carmín y empezó a pintarse las uñas lentamente. Los recuerdos seguían llegando a su mente. Como cuando tuvo la oportunidad de trabajar como encargada en el café-bar “La Casa Vieja de Bea”. Un día saliendo del Centro Cultural de la Diversidad, le dieron un volante de ese lugar y se hizo la promesa de ir un fin de semana.
Por azares del destino, tuvo que posponer su visita a la casa vieja, se había quedado sin trabajo. Un sábado tras hacer cuentas de sus ahorros, se dio el gusto de ir. Cuando llegó, Bea lo recibió y le enseñó el lugar. Se trataba de una vieja casona en la colonia Roma, cerca del metro Chapultepec. Lo que sería el garage estaba ocupado con mesas y sillas de esas que proporciona la Coca Cola para los negocios de comida. Al lado izquierdo había lo que serían tres cuartos con ventanales de cristal y un medio baño. El primer cuarto que daba a la calle era utilizado como boutique, donde se vendían desde unas medias hasta ropa y zapatillas. El siguiente cuarto estaba ocupado por una “vidente” una mujer que leía las cartas y demás cosas esotéricas. El tercero era una especie de sala de tv donde se podían ver películas. Del lado derecho había una larga escalera que conducía a un piso superior en donde estaba un amplio espacio con unas mesas iguales a las de la entrada y al fondo una amplia cocina. Había un cuarto que estaba destinado como vestidor y un amplio baño con tres servicios, dos lavamanos, una regadera con tina.
También había dos cuartos más, uno que podía ser usado como “cuarto oscuro” y el otro destinado para eventos especiales.
Ese sábado entre pláticas y conocer a otras chicas que asistían al lugar, al darse cuenta de la falta de personal le ayudó a Bea a atenderlas. Antes de despedirse, Bea le ofreció trabajo como encargada del lugar con un sueldo base más las propinas. Inmediatamente aceptó y empezó a trabajar desde el miércoles siguiente. Los miércoles y jueves el lugar abría a las 5 de la tarde y cerraba a las 11 de la noche, pero los viernes y sábados las jornadas eran largas pues había ocasiones en que se estaba cerrando a las dos o tres de la mañana.
Recordó que esa fue la mejor época de su vida como travesti, pues allí tuvo la oportunidad de estar vestida de miércoles a sábado todo el día y conociendo a muchas chicas, a quienes algunas veces orientaba en cuestiones de maquillaje y vestuario, al grado de ganarse el sobrenombre de “La Madre de las vestidas”.
El trabajo duro nueve meses. La casona había sido vendida a una empresa constructora y sería convertida en un edificio de departamentos. Se organizó una fiesta de despedida a la cual asistieron la mayoría de las chicas que allí se reunían, en total ese día había más de sesenta.
Se pintó los labios con un tono rojo fuego, se aplicó perfume, se puso unas zapatillas de tacón alto. Tomó su bolso, comprobó que estuvieran las llaves, los cigarros, el encendedor, su identificación y por qué no, uno condones por lo que se pudiera presentar.
Se arregló su larga cabellera. Se puso una gabardina, se observó en el espejo de cuerpo entero. Sí, es una travesti madurita y, como dicen, gordibuena, pero se ama. Salió a la calle en busca de un taxi. Ese día iría a una de las reuniones donde van algunas chicas y algunos admiradores.
Después de todo, solo se vive una vez…
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