Luis Carlos Rodríguez González/The Éxodo
CIUDAD DE MÉXICO, 13 de agosto (AlmomentoMX).- A de 17 años del 9/11 en Nueva York y de su aventura como migrante por Estados Unidos, Antonio Juárez, tiene vivos los recuerdos del desierto, la sed, la cercanía de la muerte, los “coyotes” jugando al bueno y al malo, las detenciones de la Border Patrol, las deportaciones, la discriminación de los propios paisanos y tajante señala: “si antes me hubieran contado los riesgos a los que me enfrentaría, nunca me hubiera ido para el norte, para el gabacho”.
Curado del llamado “sueño americano”, tiene tatuados en su mente los detalles del vía crucis propio y de más de 30 paisanos, entre mujeres, niños y jóvenes que cruzaron por Naco en Sonora para cruzar la frontera y caminar durante tres noches y dos días para llegar Tucson, Arizona. Primera parada rumbo a Nueva York, en los inicios del año 2001.
“Salimos de noche de Naco. Caminamos tres o cuatro horas seguidas y de descansábamos media hora. Iban varias mujeres, entre ellas dos señoras de Guadalajara con un niño como de cinco años, que tenía un brazo fracturado. Otra señora más que era la más animada nos decía: todos vamos a llegar a Estados Unidos, ánimo muchachos”.
Antonio había contratado al “coyote” o “pollero” desde Iztapalapa por medio de un amigo que iba con él. El pago fue de 1,800 dólares desde el Aeropuerto de la Ciudad de México hasta Nueva York. El paquete incluía “pollero”, comida y agua para sobrevivir, traslados en camionetas escondidos en cajuelas y hacinados como sardinas, motel con cuarto para 10 migrantes y casas de seguridad en Las Vegas y Los Ángeles.
“Empezamos a caminar. Yo llevaba dos galones de agua, unas salchichas en lata que sabían horribles. Caminamos la primera noche y descansábamos a ratos. En pleno desierto, pegados todos para protegernos del frío. Encontré un alacrán cuando me desperté y los polleros sólo te dicen: vamos a caminar un rato, nunca te dicen cuánto falta o qué peligros existen”.
“Yo creo que nunca te dicen que vas a caminar dos o tres días y que vas a dormir en el desierto entre nidos de alacranes o serpientes o que hay el riesgo de lastimarse y quedarse a medio camino y ahí morir, porque entonces muchos migrantes se arrepentirían de cruzar. Por eso los polleros sólo dicen: vamos a caminar un rato”.
Mientras repara un automóvil en su pequeño taller en una colonia cerca del Metro Constitución de 1917, por los rumbos de Iztapalapa, narra puntualmente como hay de polleros a polleros: “Existen los gandallas, los que maltratan y amenazan a todos, quieren siempre abusar, se pasan de lanza con las mujeres. Y otros que son solidarios, ayudan a cargar a los niños, organizan a los grupos y crean un ambiente de solidaridad”.
La pastillita mágica, la víbora mata migrantes y a Nueva York
Al iniciar la segunda noche de caminata, la señora que nos animaba a todos, se luxó el tobillo y ya no podía caminar: “aquí me quedo, ya no aguanto el dolor” señala sentada en una piedra, casi al punto de llanto. “Señora tiene que caminar o se queda aquí. Yo por una persona no puedo perder al grupo”, le advirtió el pollero.
Todos las animamos. Nos organizamos para cargarla entre dos por tramos de unos 500 metros en relevos. Después de dos horas la señora nos suplicó dejarla ahí y esperar que la Border la encontrara viva o muerta. El pollero sacó una pastillita, una especie de chocho y se lo dio a tomar. De manera mágica la señora se le quito el dolor y retomó la caminata sin queja alguna.
“Ya cerca de Tucson empezamos a caminar por unas vías del tren. Pasamos cerca de varios ranchos. De pronto, encontramos una serpiente grande. El pollero nos ordenó. “Agarren piedras, hay matarla, porque esas matan a muchos migrantes, muchos paisanos”. Todavía nos dimos el gusto de quitarle el cascabel”.
Recuerda que en las afueras de Tucson los treparon a dos camionetas tipo Van. Todos iban acostados y fueron llevados a un motel, donde les dieron de comer y durmieron una noche. De ahí los subieron por separados a autobuses con escala en Las Vegas y con rumbo a Los Ángeles. “Conocí Las Vegas, bueno sólo los hoteles y casinos por fuera”, ironiza Antonio.
Nuevamente al autobús y llegada a Los Ángeles, donde en una casa una familia atendía a decenas de paisanos acabados de llegar de la misma travesía. “Es toda una industria. Una cadena productiva, donde todos saben qué hacer. Quién compra comida, quién contrata choferes, casas, compra boletos, quién vigila que no lleguen los policías o la Border”.
Indica que de ahí lo llevaron al aeropuerto para tomar el vuelo a Nueva York. Sin hablar una palabra de inglés, pero también sin los actuales controles de seguridad, arribó a la Gran Manzana para encontrarse con su hermano. Ahí empezó a trabajar como preparador de alimentos en un restaurante de comida china, semanas después como lava autos, con un patrón mexicano.
“Fue el único que realmente me trató mal, me discriminó, nos ponía a la intemperie aunque estuviera nevando para llamar a los automovilistas a entrar al auto lavado. Después me salí de ahí y me fui a trabajar a un taller que estaba enfrente”.
El 11/9, el miedo a la guerra y la deportación.
Eran los primeros días de septiembre del 2011 y Antonio ya empezaba a acostumbrarse a la vida neoyorkina de los migrantes, cuando dos aviones acabaron con Las Torres Gemelas y de pasó derribaron “su sueño americano” y el de miles de migrantes mexicanos y latinoamericanos.
“El trabajo empezó a escasear. Mi patrón me descansaba varios días a la semana. Vivía con mi amigo y su novia en un pequeño departamento como a dos kilómetros de la llamada zona cero. A diario nos llamaban familiares desde México y nos pedían que regresáramos, que se hablaba de un riesgo de una guerra. Nos metieron miedo”.
Antonio, junto con su amigo y la novia, tomaron un autobús rumbo al sur con destino a Los Ángeles. El plan era trabajar ahí unos meses y después regresar a México. Las alertas después del 11/9 estaban encendidas. En el trayecto los detuvieron agentes federales y de migración.
“Yo iba hasta adelante. Fui el primer en ser bajado del autobús. Me pidieron mis papeles y les entregue mi credencial del IFE. De inmediato fui llevado a un centro de deportaciones junto con mis amigos y con otro señor que era de Sonora y que de por sí ya venía de regreso a México”.
Recuerda que a ellos relativamente les fue bien. En el autobús venía una familia de origen pakistaní. Eran ciudadanos estadunidenses y a ellos los trataron mal, los catearon, les esculcaron las maletas, les gritaron. Los agentes buscaban armas, ántrax, alguna señala que diera con los responsables de la tragedia de Las Torres Gemelas.
“Le dijimos a los agentes de migración que eran de origen mexicano: Déjanos ir, sólo venimos a trabajar”. Nos respondió uno de ellos que no podía, que era su trabajo. Les pedimos que nos deportaran de día, porque de noche en la frontera había muchos cholos que asaltaban a los paisanos que deportaban.
Fueron deportados por la frontera con Ojinaga, Sonora. Atendieron su petición y fue a pleno día. La puerta metálica de la garita los despertó de “sueño americano” y de ahí tomaron el autobús de regreso a la capital del país, a su hogar en Iztapalapa y a 17 años de ello, Antonio junta los trozos de esa aventura y señala: “Ya no regresaría al gabacho después de conocer los riesgos, el peligro que existe y ahora peor con Trump”.
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